En nuestra peruana pelea contra el diablo, hay dos señales aparentemente contradictorias: el mal se ha sofisticado, pero también se ha achorado. Rocío Silva, en un ensayo, lo llamaba “el brillo de la podredumbre”. Ustedes escojan su frase: el caché de los malditos, el encanto de la mafia, el vacilón de la sinvergüencería. Y, ojo, ambas señales no necesariamente se juntan en la misma persona: la corrupción tiene asesores que les pulen el ‘charm’, les consiguen comparsas simpáticos.
El mal se ha enquistado en algunas comarcas. De perversión de pequeños porcentajes de la población, pasó a conjunto de costumbres para sacarle vuelta a las normas, mayoría simple en consejos, candidatura triunfante a la alcaldía o presidencia regional. Estudiosos de la corrupción, como Jaris Mujica, describen cómo hay redes que impelen a los inocentes empleados a avenirse a coimas, pues de no hacerlo afectarían la armonía entre pares. Esas redes, en muchos casos, han llegado a la cabeza del sistema.
Chiclayo es un laboratorio de la corrupción. Hace tres años, me topé en la caleta Santa Rosa con una casa abandonada, la más vistosa del lugar, cuyo dueño había sido asesinado por no pagar cupos. Unos metros más allá, la gente se congregaba ante un templo evangélico. La conclusión estaba pintada y la escribí en la columna “El diezmo o el cupo” (23/3/2012): una sociedad insegura como la peruana necesita cultos religiosos que la cohesionen moralmente. Sin duda, para esos emprendedores extorsionados, el pago no coactivo de un diezmo (10%) de sus ingresos era una sana alternativa, solo que la ‘protección espiritual’ no garantiza, en el Perú de hoy, la ‘protección material’.
Hace unos días, volví a Chiclayo con un grupo de periodistas reunido por IPYS. El procurador anticorrupción de Lambayeque, Manuel Benavente, nos describió el modus operandi del clan Los Limpios de la Corrupción, encabezado por el ex alcalde Beto Torres y su chica, la ‘Jefa’ Katiuska del Castillo, coronada Miss Dulzura en el Festival del King Kong 2005 (¡ah, la irresistible coquetería del mal!). Benavente contó algo que me sacó de cuadro: el clan tenía un sistema de coimas calculadas porcentualmente del monto de cada obra, y lo bautizaron ‘diezmo’. ¡Los pendejos plagiaron el concepto evangélico!
Si el mal, en pocas temporadas, se ha vuelto así de original e imaginativo; la lucha anticorrupción tiene que ser más original y más imaginativa. Si los corruptos cuentan cuentos entretenidos, pues hay que contar bien bonito el relato de la verdad; si tuitean con inquina, hay que trolearlos con ironía; si maniobran con gracia, hay que maniobrar con más gracia; si reglan, hay que sacarles la lengua.
Urresti no está del lado bueno. No sé si está del lado malo, pero su conducta acaba haciéndole el juego a ese lado. Solo me explico su permanencia en el poder por la paranoia de la pareja presidencial, que quiere usar el aparato del Mininter para defenderse de traidores y enemigos (además, están tan encandilados con sus ataques a la oposición, que le dan luz verde al tuiteo). Su rollo del falso perdón es lo más achorado y sofisticado que le he oído. Por eso, extraño, en el lado de los buenos, el mismo achoramiento y sofisticación.