En exactamente 121 días (el domingo 11 de abril del 2021, para ser precisos) elegiremos a los dos candidatos que definirán la presidencia en segunda vuelta. Según los resultados de algunas encuestadoras y la experiencia de observar procesos electorales desde mediados de los 80, dos cosas son seguras. La primera: no hay un favorito, un candidato de simpatías y arrastre aluvional, de aquí al día de la elección. Y dudo mucho que aparezca hasta abril. Lo segundo: volverá a ganar el “mal menor”. Y cada vez que eso ocurre, el gobierno que se instala carece de una mayoría parlamentaria propia que le dé sostén y viabilidad política.
Obviamente, no es la primera vez que se presenta este escenario. Así ha sido en el Perú, con distintos matices, desde el 2001. Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala fueron elegidos sin una mayoría propia en el Congreso, pero lograron el apoyo de bancadas y parlamentarios “independientes”, con lo que alcanzaron la estabilidad y la muchas veces zigzaguente gobernabilidad. No sucedió así a partir del 2016, cuando la abrumadora mayoría fujimorista y la impericia política ‘ppkausa’ nos lanzaron al abismo. Y ya se sabe el destino de Martín Vizcarra en la presidencia y los altibajos (por ahora solo conocemos los bajos) de la gestión Sagasti. De este modo, lo más probable es que el próximo presidente afronte una situación similar a la que encararon todos los gobiernos de este siglo. ¿Importa trabajar en ello? Así lo creo.
El gran problema es que todas las campañas electorales en el Perú derivan en “guerras políticas” de las que nos cuesta muchísimo recuperarnos. Somos pésimos en la “posguerra”: le endilgamos toda la responsabilidad de curar las heridas al Acuerdo Nacional, lo que equivale a hipotecar al país a un conjunto de discursos y buenas intenciones. No más que eso.
Si repetimos la dinámica electoral de los últimos 20 años, iremos nuevamente a un período de inestabilidad política. Cinco años más de incertidumbre que un país tan castigado por la pandemia como el Perú no resistiría. Los millones de peruanos aguardando por una mejora en sus condiciones de vida tampoco lo merecen.
En lo personal, no pienso votar ni dedicar tiempo a candidatos que aticen el enfrentamiento, lancen gasolina a la hoguera del descontento ciudadano y asuman como normal un lenguaje violento. Estos cinco años perdidos son el resultado de entregar el país a políticos que rechazan negociar y concertar políticamente para que el progreso sea posible. ¡Hagamos valer nuestros votos!
Que el lenguaje de odio entre peruanos, la descalificación gratuita, no gane un solo voto. Ya sabemos a dónde nos lleva. Después no lo lamentemos.