Hablar de criminalidad organizada supone un problema cuya gravedad parece ir solo en aumento.
Mientras el Gobierno se comprometía a hacer frente al crimen organizado, el Congreso aprobó la Ley 32108 con la que se cambió la tipificación del delito de organización criminal, limitando su aplicación a delitos con penas mayores a seis años, contraviniendo los cuatro años que estableció la Convención de Palermo. Entre otras modificaciones, están las referentes al requisito de que estas organizaciones deban tener como finalidad la “obtención de cadena de valor de un mercado u economía ilegal”, o la desnaturalización de la figura del allanamiento, para cuyo registro ahora es necesario la presencia del abogado.
Que varios casos se rijan bajo procedimientos distintos a la criminalidad organizada cuando este les corresponde implica un retroceso gravísimo en la lucha contra la inseguridad ciudadana. No solo se está dejando de lado numerosos delitos, que no serán tratados bajo dicho procedimiento, sino que se afectará procesos penales en curso.
En el Perú, la criminalidad organizada es un enemigo silente. Un amo del disfraz que adopta las formas que requiera, que yace en todos los lugares posibles y que es titular de todas las funciones que sean necesarias. Uno que afecta la salud y el desarrollo de todo un país. Combatirla implica, en principio, comprenderla; no mostrar indiferencia ni facilitarla. Es necesario reafirmar compromisos en la lucha contra el crimen organizado, la defensa de la legalidad y el respeto a los convenios internacionales.