Alrededor del mundo, las figuras del niño, la niña y el adolescente se han consolidado fehacientemente. Sin embargo, no siempre se ha dado de esta manera: años atrás eran considerados objetos y no sujetos de derecho.
Han adquirido derechos fundamentales, que refuerzan y garantizan su íntegro desarrollo físico, emocional, espiritual y psicológico. La población debe desterrar la idea de que la violencia con connotación sexual solo se presenta como un caso imprevisible, en donde el agresor es una persona externa, pues muchas veces este está dentro del entorno familiar. En el 2023, los servicios especializados del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP) registraron y atendieron más de 16.000 casos de niñas, niños y adolescentes víctimas de violencia sexual.
Es urgente que el Estado promueva medidas eficientes para combatir este tipo de violencia, como implementar la educación sexual integral (ESI) para todas las edades desde la educación básica. Este proceso se basa en enseñar acerca de los aspectos cognitivos, físicos y sociales de la sexualidad, teniendo en cuenta la edad y la etapa de desarrollo. Asimismo, se debe luchar por erradicar la cultura del silencio: la tolerancia de la violencia afecta el proyecto de vida de los niños, niñas y adolescentes. En este sentido, los padres, que son el pilar esencial del desenvolvimiento de sus hijos, junto con los centros educativos, tienen la labor de fomentar entre los menores de edad el respeto hacia su cuerpo y sus derechos humanos, que les son inherentes.
El sistema jurídico les impone drásticas penas privativas de la libertad o cadena perpetua a las personas que cometen el delito de violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes. Pero esta no es una medida efectiva para combatir ni prevenir la problemática. En lugar de ser una solución, con ella el ciclo de violencia continuará y las estadísticas seguirán en ascenso.
Considero que la solución para afrontar el problema está en una actuación célere del Estado respecto de estas situaciones, fortaleciendo sus políticas públicas e instituciones, garantizando una verdadera protección, sin quitarle responsabilidad al núcleo directo del infante y del adolescente; es decir, su familia. Es vital una crianza respetuosa e informada. La realidad así lo amerita.
Si normalizamos que un niño, niña o adolescente viva con violencia en lugar de con amor y protección, solo conseguiremos que se haga adulto para perpetuar esta cadena sin fin.