Tiempo atrás, las vacaciones escolares duraban lo que el verano, e incluso un poquito más. Aunque por razones ajenas a T.S. Eliot, abril era efectivamente el mes más cruel. En particular, el primero de sus 30 días. Porque era en esa fecha, incrustada ya en el tramo inicial del otoño, que los muchachos y muchachas debían cambiar las “sayonaras” de colores pastel con las que habían aplanado la arena y el asfalto, por los agobiantes zapatos con pasador que el uniforme único dictaba, así como las ropas de baño que habían convertido en su segunda piel, por las severas prendas grises que teñirían de melancolía su futuro inmediato. Al parecer de quienes por entonces cursábamos la primaria o la secundaria, no podía existir mayor tortura que aquella, pero, por supuesto, nos equivocábamos. Con el pasar de los años, nuestras autoridades educativas –es un decir– decidieron adelantar el inicio de clases a la primera o segunda semana de marzo y con ello le añadieron nuevos suplicios a lo que ya era un infierno.
–Bandada y turba–
Meter a los jóvenes en un aula transformada en horno no da la impresión, en efecto, de ser la mejor de las ideas si lo que se quiere es estimular su aprendizaje. Pero, además, los visionarios que tuvieron la inspiración de anticipar el fin de las vacaciones de la forma descrita produjeron, con el ejemplo, un daño colateral: forzar de alguna manera que los congresistas –siempre prestos a poner en marcha iniciativas que siquiera les presten la imagen de personas laboriosas– coloquen también el inicio de la primera legislatura del año por estas fechas. No sabemos si nuestros lectores compartirán esta percepción, pero en esta pequeña columna estamos persuadidos de que mientras los legisladores reposan, los ciudadanos descansamos. No es que quedar esencialmente a merced del Ejecutivo nos traslade a un mundo ideal, pero durante el receso parlamentario, por lo menos la fuente de una buena mitad de nuestros problemas entra en hibernación. Por eso, el hecho de que ahora los congresistas retomen sus actividades resulta para muchos inquietante.
Vienen a la mente los versos de Virgilio Dávila que han marcado para siempre la vuelta de los chicos al colegio. “Cual bandada de palomas que regresan al vergel”, escribió el poeta portorriqueño en algún momento del siglo pasado, y con ello nos infligió la letra de un enojoso himno que acaso se cante todavía en los patios de algunas escuelas poco misericordiosas con sus estudiantes. Comparar a nuestros parlamentarios con palomas, sin embargo, se nos antoja descaminado. Puestos a hurgar en el acervo de la lírica en nuestro idioma para graficar la migración de retorno de la que acabamos de ser testigos, encontramos más acertados, en todo caso, los trazos con los que don Luis de Góngora dibujó a algunos de los habitantes de la cueva del cíclope Polifemo, allá por 1612. “Infame turba de nocturnas aves, gimiendo tristes y volando graves”, escribió el vate cordobés y, a decir verdad, sus versos continúan siendo pasmosamente actuales. Esto porque, si lo pensamos bien, a la Plaza Bolívar vuelven “los niños” y vuelven “las niñas”, los “mochasueldos” y otras aves de rapiña...
Dicho esto, no obstante, debemos aclarar que consideramos indispensable superar la aversión inicial que este regreso nos produce. Poner en pausa por un tiempo a la merienda de ventajistas e indocumentados que compone hoy por hoy la mayor parte de nuestra representación nacional puede proveernos de un ansiado alivio. Pero, en el mediano plazo, las funciones del Legislativo devienen imprescindibles para la salud de la democracia. Basta imaginar los extremos a los que podría haber llegado la gestión corrupta e inepta de Pedro Castillo de no haber tenido el contrapeso del Congreso para comprobarlo. Tiene pendientes, además, la actual conformación parlamentaria algunos empeños que no conviene postergar, como, por ejemplo, la decisión de lo que ha de suceder con la Junta Nacional de Justicia, la interpelación y eventual censura de algunos ministros (empezando por el del Interior) y la aprobación de una medida para que los condenados por delitos como asesinato, terrorismo, sedición y otros similares no puedan postular a cargos de elección popular.
Así las cosas, entonces, nos encontramos frente a un problema en apariencia insoluble: tenemos a representantes de catadura mayormente deleznable que deben tomar decisiones serias y necesarias para el bienestar de la comunidad. ¿Cómo salir de este entrampamiento? La receta que habitualmente se prescribe para ello es elegir mejor la próxima vez y, en lugar de poner en el Congreso a las personas equivocadas, poner a las acertadas. La historia, sin embargo, nos enseña que eso nunca termina de ocurrir, ni aquí ni en Kalimantán del norte, por lo que conviene buscar la solución en otro lado.
–Magister dixit–
En 1977, el premio Nobel de Economía Milton Friedman nos hizo recordar que los congresistas en todo el mundo están en el afán de competir unos contra otros para ser elegidos o reelegidos. Por eso cualquiera de ellos puede votar un día en cierto sentido y luego cambiar su voto, si llega a la conclusión de que eso es lo que le conviene políticamente. El remedio para el problema al que aludimos, en consecuencia, es, según Friedman, “hacer políticamente rentable para las personas equivocadas hacer las cosas acertadas”. Y nada más apropiado que la lección de ese maestro en estos días en que los escolares vuelven a clases y los congresistas, a angustiarnos.