Más allá de buscar el milagro de salvar la vida presidencial de cada día, Dina Boluarte tiene que pensar en el milagro mayor de sacar del subsuelo democrático la última instancia de voluntad política conjunta que pueda comprometer a más poderes que el suyo, ya profundamente debilitado.
Se trata de esa última instancia –el Consejo de Estado– que no se ha construido constitucionalmente, que carece del valor vinculante de generar obligaciones de ley, pero que resulta necesaria en situaciones de desastre y conmoción política y social como ahora, y que en cierta forma reemplaza, de facto, la incapacidad presidencial de ejercer a plenitud la jefatura del Estado.
¿Y por qué las presidencias de turno en el Perú, como casi todas las de América Latina, ven siempre deshechas sus jefaturas de Estado junto con sus jefaturas de Gobierno? Sencillamente porque las han diseñado para concentrar absolutamente el poder, sin el espacio para un gobierno del día a día y sin otro espacio de manejo de una dirección de Estado como reserva de estabilidad, unidad y sentido de predictibilidad y largo plazo.
Alberto Otárola, en su tiempo como presidente del Consejo de Ministros, tuvo el acierto de constituirse en el gobierno del día a día, dejando a salvo del disparadero cotidiano a la presidenta Boluarte, en una jefatura del Estado más decorativa que real, pero, al fin y al cabo, protegida. Sin embargo, esta separación de roles en el poder dura siempre poco tiempo, como lo demuestra la historia, porque nuestro sistema presidencialista tiende al absolutismo autodestructivo.
Enterrada como está la última instancia de unidad en el subsuelo democrático, no hay otra manera de sacarla de allí que bajo la forma de un Consejo de Estado de emergencia, que no es otro que la reunión de todas las cabezas de los órganos de poder como mecanismo de defensa reflexiva y de coordinación frente a la clara debilidad e incapacidad del Gobierno de enfrentar, por sí solo, la creciente estructura de poder del crimen organizado.
No habría nada peor que no convocar a un Consejo de Estado. Este, por lo menos, generaría un compromiso de acción conjunta que hasta hoy no existe. Tampoco habría nada peor que insistir en la sola actuación del ministro del Interior, Juan José Santiváñez, por más piruetas que pueda hacer y por más que pretenda ser más comandante general que el comandante general de la Policía Nacional, que de paso no puede parecer ni estar todo el tiempo pintado en la pared.
No son fáciles ni abundantes los milagros de octubre, ni los gana ni los merece cualquiera. Pero el milagro político de convocar a un Consejo de Estado como prueba de voluntad política conjunta de hacer algo desde las más altas instancias de poder está al alcance de la mano de la señora Boluarte, como está al alcance de la mano del Congreso, el Ministerio Público, el Poder Judicial y el TC aceptarla, para asumir una responsabilidad de solución y no seguir siendo todos ellos parte del problema.