En mayo del 2010, un equipo de El Comercio visitó Güeppí, un pueblo ubicado literalmente en los extremos del país, y no solo en un sentido geográfico. Esta localidad perteneciente al distrito de Teniente Manuel Clavero, en la provincia loretana de Putumayo, se ubica frente a Colombia. Esta cercanía rige la vida del pueblo para bien y para mal: la mayoría de productos que había en la única bodeguita se pagan –carísimo- en pesos colombianos; además, una gran parte de los alumnos del colegio Tres Fronteras proviene de ese país. Pero hay también una presencia silenciosa, que cada cierto tiempo se convierte en un problema.
Ocho años después, el 15 de abril del 2018, Neider Jhonny Machacury Jota, un colombiano de 19 años, soltero y con educación primaria incompleta, fue detenido por la policía a pocos metros de un colegio estatal en la localidad de Soplín Vargas, otro sector de Teniente Manuel Clavero. En la investigación posterior del Ministerio Público, el equipo que viajó a la zona encontró que la situación era aún más alarmante de lo que ya parecía.
Tres días antes de la captura de Machacury, una mujer de iniciales S.R.L. denunció a la policía que la noche anterior un cuñado suyo, menor de edad, había sido obligado a acudir a una casa abandonada por exigencia de una mujer conocida como ‘Magaly’. Lo llevaron luego a un sector llamado Basurero (todo en territorio peruano), donde se topó con 11 hombres encapuchados y armados. Le dijeron al menor que debía regresar con más jóvenes, o lo asesinarían. Apenas regresó a casa, se lo contó a su cuñada. Tras la denuncia, la policía reforzó la vigilancia en la zona y así fue atrapado Machacury.
Semanas antes, el viernes 9 de marzo, un hombre cuyas iniciales son F.G.C. jugó un partido de fulbito con varios vecinos, como preámbulo de lo que parecía un fin de semana tranquilo. En la cancha de fulbito también estaba Richar Abarca Lloris. Terminado el partido, comenzaron a tomar. En algún momento de la tarde, con algunas cervezas encima, Abarca le preguntó a F.G.C. si quería unirse “a la guerrilla”, y le dijo que le iban a dar dinero y armas. En otro momento, F.G.C. se quedó dormido; cuando despertó, estaba en un punto cercano al pueblo de Pacora. Se asustó. Fue llevado hasta un sector donde lo recibieron ocho hombres armados. Según lo que F.G.C. contó, el jefe del grupo dijo: “Uno más que se une”. Él se negó, dijo que quería regresar porque tenía familia. El jefe del grupo le dijo que si escapaba lo matarían o atacarían a su familia. Fue secuestrado durante diez días. En uno de los desplazamientos por la selva, huyó. El 2 de abril, hombres armados fueron a su vivienda a buscarlo. No lo encontraron, pero sí a su hermano, L.G.C., y se lo llevaron a la fuerza. Este logró escapar por el río, pero le dispararon y ahora tiene una herida en el rostro que aún le duele cuando habla y cuando recuerda.
El domingo 15 de julio del año pasado, al final de otro fin de semana que parecía tranquilo, una noticia alteró la vida de la provincia de Putumayo: el Gobierno Peruano decretó estado de emergencia por 60 días. El Decreto Supremo 075-2018-PCM no lo dice expresamente, pero fuentes militares de este Diario confirmaron lo obvio: que la medida era la única manera de establecer algún control en las orillas del río Putumayo, en el lado peruano de la frontera, ante la presencia de hombres armados peruanos y colombianos dedicados al narcotráfico, o aliados de grupos disidentes de las FARC, o ambas cosas.
No es primera vez, en estos últimos años, que se establece estado de emergencia en algún punto de la frontera con Colombia. En setiembre del 2014, por ejemplo, se dictó esa medida para los distritos de Ramón Castilla y Yavarí, en la provincia de Ramón Castilla. Estas localidades se ubican también justo al frente de suelo colombiano, y muy cerca también del límite con Brasil. En julio de ese año, en Panchococha (en los alrededores de Caballococha, una de las ciudades más grandes de la zona), un grupo de la Policía Antidrogas regresaba a su base luego de haber destruido dos laboratorios de cocaína. De pronto, se desató un enfrentamiento con narcotraficantes y murió el mayor PNP Rudy Falcón Salguero.
La sede de la Policía Antidrogas de Caballococha se ubica en el angosto camino por el que se accede, a pie o en mototaxi, a Cushillococha, uno de los focos de siembra de hoja de coca en esta zona. Cuando El Comercio recorrió el lugar, en octubre del 2014, autoridades y comuneros indígenas de Cushillococha reconocieron que siembran coca (y la venden sin preguntar quién la compra) por necesidad, aunque en áreas reducidas. Más tarde, un comandante de esa base policial los contradijo y comentó que el negocio es muy amplio y muy dinámico. “El narcotraficante desayuna en el Perú, almuerza en Colombia y cena en Brasil”, dijo. La metáfora no es exagerada. Julio Khan, por entonces alcalde de Caballococha, había dicho hacía poco a un periodista colombiano: “Este es el lugar de descanso de los narcos”.
Lo cierto es que en esta frontera nadie descansa: el flujo de drogas en la triple frontera es igual de activo que el comercio. También el cultivo de hoja de coca: según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), en esta zona hay alrededor de 1.100 hectáreas de coca cultivadas. Es una cantidad reducida si se compara, digamos con el Vraem, donde hay cerca de 20 mil hectáreas; sin embargo, sí representa un cambio radical en una zona donde pocos años atrás las únicas actividades económicas eran la pesca y la venta de abarrotes de una frontera a otra.
La frontera con Colombia volvió a ser noticia en julio del 2018, a partir de una foto que permite varias lecturas. En la imagen se ve, en un segundo plano, al presidente Martín Vizcarra caminando –tenso, podría decirse- cerca del pequeño avión del que acaba de descender en Güeppí; lo acompañan los ministros de Interior y Defensa, y altos mandos de la Policía Nacional y el Ejército. En primer plano, de espaldas, se ve a un grupo de hombres sentados en el piso, mirando en dirección a la comitiva presidencial. Un acercamiento a la foto permite notar que estos hombres están con las manos atadas: una misma soga de nylon los une a todos en una fila lateral. Otras fotos, que fueron publicadas después, muestran a un grupo grande de hombres en esa misma posición alrededor de un pequeño aeropuerto. En una intervención donde participaron cerca de 300 policías y militares peruanos, se intervino a 51 personas, 40 de nacionalidad colombiana. También se destruyeron cuatro laboratorios de droga.
“Desde que tomamos conocimiento que en esta región de la selva peruana, en la frontera del Putumayo, teníamos problemas de seguridad por incursiones de ciudadanos de Colombia y Ecuador, se determinó la necesidad de una intervención”, dijo Vizcarra aquel día en una breve conferencia de prensa en la orilla del turbio Putumayo. Los detenidos esperaban dentro del avión policial que los trasladó a Iquitos, donde continuarían las investigaciones.
Esa misma mañana, casi al mismo tiempo que Vizcarra celebraba el éxito del operativo antidrogas, el entonces alcalde de Putumayo, Segundo Julca, conversaba por teléfono con este Diario con un tono de voz más bien serio. Él no estaba en la frontera, sino en la ciudad de Iquitos, y tenía mucho temor de regresar a su provincia desde que esta fue declarada en estado de emergencia. En ese pueblo chico –con su respectivo infierno grande- todos comentan que el Gobierno tomó tal medida tras las denuncias de Julca respecto a la presencia de grupos armados. Tiene miedo, sobre todo, por las amenazas que había recibido en las últimas semanas vía mensajes de texto: “No creas que me he olvidado de ti (…) Acá todos te conocemos (…) Te estás salvando, tienes muchas vidas (…) De esta semana no pasas…”. Pero quizá la frase que le escribieron y que más lo atormenta es: “Hasta pronto”. Es una manera irónica y cruel de decir que este problema no ha terminado, ni para él ni para nadie.
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