A unos 40 minutos del ingreso a la Reserva Nacional de Paracas, en el departamento de Ica, una imponente albufera es capaz de robarle el aliento. Conocida como Laguna Grande, esta masa de agua salobre no solo es un rico ecosistema para la fauna marina sino también la principal fuente de ingreso para personas como Verónica Canelo.
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Como parte de la campaña Peruanos que Suman de El Comercio y el BCP llegamos hasta este santuario natural para conocer a una de las más de 30 guardaparques comunales voluntarias que aquí viven y trabajan defendiendo al medio ambiente.
Corría el año 2003 cuando Verónica dejó su natal Tambo de Mora, en Chincha, para instalarse en la naciente comunidad de Rancherío, erigida a orillas de Laguna Grande. En sus brazos cargaba a su primera hija, nacida apenas tres años atrás, y a quien se encargaría de criar sola.
Las condiciones eran precarias, no había luz en la zona, debía cocinar con kerosene y su hija cumplía los deberes que le asignaban en la pequeña escuela comunal a la luz de las velas. Sin embargo, el muelle representaba una oportunidad para que su familia tiente un mejor futuro.
Comenzó jalando cajas en el muelle y luego la pesca se convirtió en el motor de su economía familiar. Gracias a ese oficio, además, conoció a su pareja actual, padre de su segundo hijo. En el 2013 descubrió el valor del sargazo, aquellas algas que llegan por montones a las orillas de la albufera y que resulta tan cotizada en la industria cosmética y farmacéutica.
Se organizó junto a un grupo de mujeres y crearon una asociación de pescadores artesanales y colectores de algas marinas. Ellas mismas se han asignado turnos mensuales, en los que cada miembro recoge las algas de las orillas, las ponen a secar, las trozan, acopian y ofrecen a los interesados.
“Desde el principio cumplí un compromiso que asumí con Sernanp y era el de limpiar las playas donde me permitían trabajar”, cuenta Verónica desde una sala en el puesto de control de Laguna Grande.
Su preocupación por la naturaleza, que muchas veces incluyó reportar a los pescadores bomberos, como se le conoce a quienes se dedican a depredar las orillas utilizando dinamita y afectando al ecosistema, llevaron a que poco tiempo después el propio personal de la reserva la invite a convertirse en guardaparque comunal voluntaria.
“Yo reportaba todo lo que pasaba en las playas y con este chaleco evidentemente se genera un poco más de respeto. Además, me da la oportunidad de enseñarle a los turistas y visitantes que las playa no se ensucian”, explica Verónica, quien asegura que su familia acompaña sus pasos como guardianes voluntarios.
“El ser humano puede vivir del mar siempre y cuando lo cuide. Pero si hacemos lo que nos da la gana es imposible y la gente recién se da cuenta cuando es muy tarde. El planeta se está destruyendo porque nosotros lo hemos llevado a eso. Acá cuando aparece pescado vienen de todos lados e intentan depredarlo, sin darse cuenta de los ciclos naturales”, reflexiona la mujer durante un breve descanso en la jornada de limpieza a la que la acompañamos.
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