‘Me atacan porque soy provinciano, me atacan porque soy indígena, porque soy migrante, porque soy pobre, porque soy mujer, porque vengo del campo’. Cualquiera que se sienta parte de una comunidad discriminada, cuando se ve en problemas generados por su personalísima culpa, ¡zas!, puede recurrir a uno de esos argumentos, convertirlo en excusa y escalarlo a narrativa.
Apela a ella, para poner un ilustre ejemplo, el presidente del Congreso, Alejandro Soto, cuando dijo en “Punto final”, poniendo el énfasis en la primera frase: “Soy un congresista provinciano que ha tenido la más alta votación en la región del Cusco, soy uno de los congresistas que tienen mayor producción legislativa”. Es cierto que Soto tiene varios proyectos con su nombre, pero también es cierto que tiene una ristra de antecedentes judicializados y al intentar ocultarlos o minimizarlos, ha incurrido en falsedades quizá más serias que lo que intentaba ocultar.
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Tan atribulado está Soto, que poner el énfasis en su origen provinciano es una excusa con pretensión narrativa. Por supuesto, la discriminación por la condición provinciana u otra, puede ser un ingrediente en cada caso; pero las faltas ahí están, independientes del origen del responsable, y chillan su identidad.
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A veces, no son los personajes los que pronuncian la excusa narrativa sobre sí mismos; sino quienes lo quieren ayudar. Oímos a un ‘niño’ acciopopulista insinuar que las críticas a su colega Darwin Espinoza se debían a su origen ancashino. También oímos a Vladimir Cerrón defender el derecho de su hermano Waldemar a participar en la mesa directiva del Congreso, enarbolando su origen provinciano en contraste con los ‘caviares limeños’ hacia los que proclama su antipatía. La discriminación es algo muy serio como para convertirse en cuento de avivatos.