Se ingresa a una etapa clave para el desenlace del entrampamiento político, que cumple hoy ocho semanas. En el ámbito parlamentario, se esperan la visita de la misión de la Convención de Venecia y la elección de miembros del Tribunal Constitucional (TC).
Desde el Ejecutivo se ha planteado la aspiración de que la propuesta presidencial de adelantar elecciones se vote en el pleno antes de fin de mes, y se ha resaltado el respaldo que ostenta en la opinión pública (70%, El Comercio-Ipsos).
La incertidumbre, sin embargo, persiste. Los principales actores políticos parecen dispuestos a una lucha en la que no habrá ganadores. Ni el rearmado y refortalecido Fuerza Popular (ver la nota de Martín Hidalgo, El Comercio, 21/9/2019) ni el presidente Martín Vizcarra, aún con un importante apoyo (48%), cosecharán algo positivo del enfrentamiento.
Al margen del desenlace, es útil ensayar un balance de lo que significará, cuando concluya, esta crisis –para algunos, ficticia, para otros, ineludible– que la democracia peruana enfrenta. Crisis que, dicho sea de paso, constata el precario equilibrio que caracteriza al sistema instalado desde el año 2001.
En primer lugar, es evidente que el arreglo forjado en el nuevo milenio deberá tener alguna revisión que considere la evolución de los distintos actores políticos y de las distintas agendas ciudadanas. Aunque algunos sectores de la izquierda claman por una Asamblea Constituyente, los cambios requeridos no tienen como requisito indispensable tal espacio. Más bien, es necesaria la voluntad política, que hasta ahora ha brillado por su ausencia.
También se hace necesario propiciar que los actores y acuerdos políticos no sean vistos con desconfianza y recelo. El gran daño que le hizo el fujimorato de los 90 a la política fue el denostar el simple diálogo, etiquetado como transa o politiquería. Lamentablemente, los casos de corrupción vistos en los últimos años dan asidero a la creencia de que la política es, por naturaleza, sucia.
Las instituciones, además, quedan seriamente golpeadas, fruto de la irresponsabilidad (y, en algunos casos, criminalidad) de sus líderes. Además, la irascibilidad de sus críticos (que actúan con grandilocuencia cuando estas se expresan de una manera distinta a la que quisieran) hace que la opinión pública vea con recelo cualquier decisión que se tome.
La incertidumbre de estos días causa un tedio que cada vez es menos tolerable. ¿Es posible ya hablar de un fracaso? Por lo pronto, debe encontrársele alguna utilidad al mal tiempo para fortalecer lo avanzado, enmendar rumbos o simplemente pensar en las posibilidades que brinda el futuro.
Frente a la reciente frustración de la formación de un gobierno en España, Iñaki Gabilondo decía que se había consumado el fracaso. “Nuestros partidos y, sobre todo, nuestros líderes le han fallado gravemente a esta sociedad”, continuaba (videocolumna en “El País”, 18/9/2019), atribuyéndoles una incapacidad absoluta, agravada por una gran soberbia. ¿Cuánto de ello se aplica al caso peruano?