El Perú no debe convivir más con la corrupción. Que tengamos cinco expresidentes involucrados en escandalosos casos de corrupción y tres presidentes en una sola semana es una señal muy clara de la gravedad del problema.
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Por ello, para marcar un hito histórico, debemos establecer como norma constitucional el derecho a vivir libres de corrupción. Hay que garantizar la aplicación de la muerte civil para funcionarios y políticos corruptos, y establecer sanciones ejemplares para los corruptores, sin impunidad. Igualmente, se debe levantar el secreto bancario a funcionarios de elección pública, hacer que los delitos de gran corrupción no prescriban y controlar el sistema de ‘puertas giratorias’.
Por otra parte, la pandemia del COVID-19 y sus consecuencias sociales y económicas obligan a un cambio de visión radical en la economía. Lo más urgente es atender las necesidades alimentarias, de agua y salud de millones de familias, con bonos solidarios, apoyo a las ollas comunes, respaldo financiero a las familias campesinas que nos abastecen de alimentos, entre otras medidas.
En una segunda línea de prioridades, se necesitan suficientes inversiones públicas, un ‘shock’ en aquellos sectores de la economía que generan muchos puestos de trabajo como la agricultura y las pequeñas empresas comerciales, de servicios e industriales.
Asimismo, se necesita fuerte inversión pública en la construcción de viviendas sostenibles, en caminos y carreteras que conecten comunidades de productores con mercados locales y regionales.
El actual desarrollo económico no puede seguir destruyendo fuentes de agua, bosques y tierras, o depredar nuestro mar. Tampoco envenenar a nuestros niños y niñas con metales pesados, o pisotear los derechos de las comunidades.
Por todo ello, necesitamos una nueva Constitución que establezca un Estado ético y moral, una economía diversificada, plural y solidaria, que se desarrolle en armonía con las fortalezas ecológicas que tenemos, que ponga al centro el carácter pluricultural del país, los derechos laborales y el rol planificador del Estado.
Una nueva sociedad, una economía que nos lleve a construir sociedades soberanas de buen vivir, donde se respete la autodeterminación de los pueblos y la multipolaridad, consagradas por el derecho internacional y la ONU.