Comencemos por los conceptos. La política es el arte de lo posible. Bajo esta premisa, que no alude a conformismo, sino a posibilidad, volvamos al 2011. Ollanta Humala llegó a la presidencia con una hoja de ruta de la que no estaba convencido. Su última rebeldía pública fue cuando alabó la Constitución de 1979.
En adelante inició una lucha por cumplir sus promesas de campaña, como el gas barato, Pensión 65, etc., y aceptar las dificultades que le imponían la economía política y la realidad para concretar otras como la consulta previa, el retorno de Petro-Perú a la explotación de petróleo, etc.
Ese trajín duró alrededor de dos años. Mientras, el modelo siguió su curso, y los tecnócratas que fueron sumándose al gobierno fueron convenciendo a Ollanta Humala de que era posible llevar el Estado a los más necesitados de manera “responsable”. Fue así que, con sus activos y pasivos, terminó de renunciar a su visión de la política y a la política misma, y aceptó la lógica de la tecnocracia.
Así llegaron la desaceleración china, la caída del precio de los minerales, el debate sobre las causas de nuestra desaceleración. ¿La realidad? La incertidumbre de los dos primeros años afectó la confianza empresarial. Hubiésemos podido crecer más. Pero también es verdad que, así como en el 2008 y el 2009, la economía pasó de 9,1% a 1% de crecimiento, ahora en el 2015 no era mucho lo que se podía hacer. Las cifras globales y de países emergentes lo demuestran.
Si es así, ¿por qué la airada crítica al último discurso de 28 de julio? Hay varias explicaciones. Veamos solo algunas. La izquierda, aún dolida, guarda alguna ingenua esperanza de que Humala recapacite. No importan los avances en materia social. Renunció a la política. La derecha, por su parte, no termina de aceptar que la fiesta interminable haya “terminado”, ve una nueva oportunidad para “demostrar” que los gobiernos de “izquierda” son un desastre y, de paso, se libra de toda culpa.
¿Y los medios y líderes de opinión? Como señaló Juan de la Puente en “La República”, “es más fácil organizar el desacuerdo que el acuerdo, porque no requiere de contenidos; bastan algunas palabras subidas de tono, alguna criollada o insulto, y tenemos escena”. Es lo que llamo la propagación de la enfermedad de las redes sociales. Nadie quiere perderse ser parte del show.
¿Que Ollanta Humala debió abordar la desaceleración? Debió. Era su deber con los ciudadanos, así haya considerado que no podía decir nada que la derecha quisiera escuchar. Que El Comercio haya invitado a Roberto Abusada a decir en su entrevista del domingo lo mismo que en su opinión del jueves (que solo este gobierno es el responsable de la desaceleración) nos recuerda la parte de responsabilidad que tiene la derecha en la falta de confianza empresarial. ¿La aceptarán? Jamás.
¿Que debió hablar de los conflictos sociales? Debió, aunque no hubiese podido decir ni lo que la izquierda ni la derecha querían escuchar. A falta de visión y de política, la salida fue intentar llevar el Estado allí donde nunca ha llegado. ¿Algo que reconocer en ello? Nada que desde Lima podamos valorar. ¿Qué hubiese pasado si la desa-celeración nos agarraba sin las políticas sociales fortalecidas? Mientras logramos encender nuevos motores de crecimiento, es lo mejor que pudo pasar.
¿Sirve todo esto para excusar a Ollanta Humala de sus errores? No. Han sido muchos y comentados en extenso. ¿Entonces para qué? Para no olvidar y tratar de sostener aquello que está bien. Mientras, que continúe la función.
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