Por un siglo ha estado ahí, en dictadura, en democracia y en las transiciones en las que se debate el Perú, aunque esta que vivimos, caramba, acabará después que él. Jamás fue golpista, ni tiró la toalla ni pateó el tablero mandándonos a rodar con algún peruanismo o ‘bedoyismo’ de su entera cosecha. Su verbo fue encendido, con un estilo bufo -caso singular- con el que mandó en su partido y en sus alianzas.
Su presencia referencial –en los últimos años ya casi reverencial– podía servir para invocar conciliaciones a algunas crisis. Luis Bedoya Reyes era el árbol al que muchos políticos se arrimaban para pedir consejo. Era casi una tradición de las últimas décadas que presidentes y primeros ministros lo consultaran, aunque él no haya sido ni lo uno ni lo otro. Pedro Cateriano lo visitó, pero ya poco podía susurrarle el centenario.
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Nos acostumbramos a celebrar su don de mando aunque en el Ejecutivo solo fue fugaz ministro de Justicia del primer gobierno de Fernando Belaunde (de julio a setiembre de 1963) e histórico alcalde de Lima (de 1964 a 1966 y de 1967 a 1969). Lo de histórico no es solo por la huella que dejó –el zanjón es una profunda huella literal–, sino porque, además, fue la primera autoridad elegida por sufragio universal en la capital, bajo el régimen de plena democracia municipal que instauró Belaunde.
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En realidad, el liderazgo no le venía de su paso por la alcaldía, sino porque estuvo en la eclosión de un agrupación importante, el Partido Demócrata Cristiano (PDC), en 1956, y más adelante, en 1966, fundó y presidió una escisión de aquel, el Partido Popular Cristiano (PPC). Es decir, también supo disentir y dividir, pero, mientras sus ex correligionarios liderados por Héctor Cornejo Chávez decidieron apoyar la dictadura del general Juan Velasco y se eclipsaron hasta desaparecer, el PPC ha acompañado, con alianzas, bancadas y gestos decisivos, los últimos 50 años de nuestra historia.
Su gesto más celebrado, al menos por los rivales, fue declinar al chance de presidir la Asamblea Constituyente de 1978 para lo que tenía a su disposición los votos de la izquierda; y dejar que lo haga Víctor Raúl Haya de la Torre, de quien se presumía estaba pronto a morir. Así fue. Haya murió antes de que la asamblea finiquitara, y LBR tuvo el gesto adicional de enviarle el texto final de la Constitución de 1979 para que lo firmara en su lecho de muerte.
Con tanta vida y política a cuestas, el ‘Tucán’ nos debía un gordo tomo de escritos y memorias. Con el difunto historiador Teodoro Hampe, publicó “Gradualidad en el cambio” (Fondo Editorial del Congreso, 2012). La palabreja no es casual para el pepecista: ‘gradual’ era la manera de concebir el cambio para un socialcristiano que, mientras fue político vigente, no se casó del todo con el inmovilismo conservador ni con el reformismo militar al que se alió lo que quedó de los demócratas cristianos.
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El fondo del Congreso también publicó “Joven centenario. Realidades de una vida” (2019), esa sí una autobiografía, en la que narra su paso por la política desde su trabajo palaciego en el gobierno de Óscar Benavides hasta la aventura del Fredemo en 1990. Varios gobiernos desfilaron con sus presidentes, discrepancias y el testimonio personal del ‘Tucán’, aunque con cierto pudor que no el del personaje que conocimos en tabladillos, podios y entrevistas.
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Como buen político, el ‘Tucán’ sobrepasará y sobrevivirá al Bedoya doctrinario. En sus últimos años, y en esas memorias que hay que releer, desclasificó anécdotas secretas. Por ejemplo contó que Juan Velasco, a quien conoció porque en su juventud fue gran amigo de Consuelo González Posada, la esposa del general; le reveló que tenía planes belicosos respecto de Chile. Bedoya, según su confesión, tuvo que participar en movidas pacifistas llamando al general a la realidad.
La amargura íntima por sucesos familiares, muertes y arrestos como el de su hijo Luis, estaba suprimida o atenuada en las entrevistas; pero, de hecho, muy presente en su vida. La extraordinaria longevidad, además, lo llevó a sobrellevar duelo por su esposa y por dos de sus hijos.
Bedoya era político pedagógico, pero no se prodigaba recitando doctrina y menos con argumentos académicos, sino con anécdotas de personajes coloridos; suerte de parábolas políticas. Tuve el privilegio de oír varias de ellas, en los varios homenajes que recibió en los últimos años y en entrevistas que desbordaban el tiempo y los temas planeados. Lo recuerdo hablando conmovido de las aventuras clandestinas de Fernando, su hermano aprista. Y, claro, también lo recuerdo riendo de sus propias ocurrencias. Perdonen pepecistas que en medio de su luto recuerde lo siguiente, que parecerá chabacano, pero es una demostración de que no se desentendía de su creatura: le pregunté, tras su papel de mediador en una crisis dirigencial, si había jalado muchas orejas. “Ay hijo, nada de jalar orejas; he tenido que cambiar pañales, estos no controlan su pichi”, fue su desenfadada respuesta de patriarca por encima de las convenciones.
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Y para quienes se preguntan de dónde salió lo de ‘Tucán’, acá la versión de propio pico, que consta en sus memorias y le pedí que la evocara la última que conversamos con la ocasión de una entrevista para El Comercio: Luis Felipe Angell ‘Sofocleto’ representaba, en 1965, a una firma francesa que perdió ante la alemana Bussing una concesión de transporte público. Bedoya era el alcalde y la ciudad se inundó de los ‘bussing’ que se convirtieron en sinónimo de ómnibus y sustantivo popular.
De picón, según Bedoya, Sofocleto le puso ‘Tucán’, por simple asociación con su perfil de narigón. La chapa voló con el personaje y la marketeó en su campaña presidencial de 1980. Lo ganó Belaúnde con quien no tuvo reparos en plantear algo que ahora –pesadilla involutiva- pareciera imposible: una alianza de gobierno con asientos para el PPC en el gabinete. En 1990 fue uno de los animadores del Fredemo y tras su derrota, no dejó de bregar por otros acuerdos para el Perú. Que tenga paz en su último vuelo.