Por Carlos Cabanillas
En 1879, Rufino Torrico, hijo del general y presidente de facto Juan Crisóstomo Torrico y Bargas, integró el Concejo Provincial de Lima. Y tras la invasión chilena de Tacna y Arica, asumió la alcaldía en reemplazo del reservista Melitón Porras. La vida de los limeños estaba cambiando. Un grupo de artesanos y voluntarios había empezado los trabajos de fortificación de la ciudad. Los hombres de entre 16 y 70 años tenían un estricto régimen diario de ejercicios bélicos entre las 10 a.m. y las 2 p.m., como cuenta el historiador William Sater. Y nadie podía escapar de la capital, salvo los extranjeros y los transportistas de alimentos. Estos últimos intentaban abastecer a la ciudad a pesar del bloqueo marítimo.
Lima, por cierto, era una ciudad cosmopolita de casi 100.000 habitantes. Y el 10% estaba conformado por ciudadanos extranjeros. Italianos, franceses y algunos alemanes, como Dora Mayer. En sus memorias, la periodista contó la crisis alimentaria de entonces y la respuesta del alcalde en forma de quioscos municipales instalados en la plaza de abastos. “No se hacía cola para el pan, sino que se luchaba por ese artículo a codazo limpio”, recordó la investigadora. La dieta de los limeños cambió drásticamente. El pan fue reemplazado por el camote. Hasta las élites tuvieron que comer más pescado. “Sin duda no había carne, pues en esa época llegué a conocer todas las clases de pescado de nuestras aguas marinas que quedaban entonces para alimento barato del pueblo”, escribió. “Casi todos los días se comía ayanque, cojinova y con gran preferencia jurel. Contra bonito y lorna tenían prejuicio mis padres. Y, en cambio, no aspiraban ellos a los pescados de primera clase, la corvina, el róbalo, el pampero, la lisa y, solo a veces, el lenguado”.
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Cuando el Regimiento de Infantería Nº 1 de Línea Buin del Ejército de Chile entró en Lima, el 17 de enero de 1881, Piérola ya se había recluido en Ayacucho. En ese momento, el alcalde José Rufino Torrico de Mendiburu era la máxima autoridad en la capital. Como tal, trató de controlar los saqueos y la violencia durante la dura ocupación, intentando siempre manejar la escasez de alimentos. Pero como narró el agregado militar británico William Acland, ocurrieron “escenas de destrucción y horror que han sido raramente vistas en nuestro tiempo”. Y a pesar de todo, ahí estuvo Torrico, literalmente al pie del cañón. No se fugó ni dejó el mandato a medias. Pasada la ocupación chilena, fue alcalde de Lima dos veces más.
Otra crisis alimentaria muy distinta le tocó a Alfonso Barrantes Lingán. El primer alcalde marxista leninista de América Latina asumió el municipio de Lima en 1984, en medio de una inflación galopante y tras los damnificados que había dejado el feroz fenómeno de El Niño del 82-83. Su acento social coincidió con la imperante necesidad de solidaridad en una Lima muy golpeada. Quizás por eso le ganó las elecciones al ‘Príncipe’ Alfredo Barnechea, quien le dio una cachetada a la pobreza (y de paso a su candidatura) con una fastuosa boda en el Convento de los Descalzos, solo superada en buen gusto por la de su hija. “Tengo una chocolatada en Villa El Salvador”, dijo Armando Villanueva del Campo con sorna, excusándose por no ir a la boda. Barrantes, que había bebido de la tradicional chocolatada aprista en sus inicios, llevó el gesto al rango de política pública instaurando el Programa Municipal del Vaso de Leche. Pero primero hubo que empadronar a todos los niños. Otro regalo aprista fue el llamado pan popular, una respuesta al desabastecimiento de harina por parte del Estado. Otra vez, el peruano reemplazaba el pan por camote. Ya para entonces, la cola para el azúcar y demás productos de primera necesidad se había instaurado como institución nacional. Barrantes, además, fomentó los programas de vivienda popular, la refacción de avenidas y calzadas, y extendió los comedores populares. La Izquierda Unida manejó 19 de 40 municipios limeños, además de alcaldías como Puno, Cusco y Huancayo.
‘Frejolito’ supo combinar carisma con discreción, humor fino con cunda y criollismo con sobriedad. Cajamarquino y profesor, pero culto. Comunista, pero honesto. Y sobre todo demócrata, pues tempranamente deslindó de Abimael Guzmán, a quien pudo conocer en una celda muchos años atrás. No lo entendieron sus rivales dentro de la propia izquierda, más pitucos de clase y menos tajantes con Sendero Luminoso. Ojalá no haya sido pura estrategia la mención de Barrantes que hizo el candidato George Forsyth en el último debate del JNE. Esa firmeza y solidaridad de escuela Barrantes serán necesarias en estos tiempos de ollas comunes pospandémicas.
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También será necesaria la muñeca. Y en eso pocos como el exalcalde Luis Bedoya Reyes. Sus obras son ya conocidas, empezando con la visionaria Vía Expresa que lleva su nombre. Pero su tacto no es lo suficientemente celebrado. Bedoya supo trabajar de la mano con el belaundismo, que fue su aliado natural desde que fue su ministro de Justicia y Culto en 1963. También con el aprismo –con quienes compartía familia en el Callao– en la Asamblea Constituyente de 1978. Pero sobre todo con los militares zurdos, a quienes tuvo de vecinos de Plaza de Armas. Cuando venció a la ex primera dama María Delgado de Odría, supo que ser el primer alcalde de Lima elegido por el voto popular no sería suficiente. Bedoya era un lunar en una Lima acostumbrada a tener alcaldes nombrados a dedo. Así había sido con la conservadora Anita Fernandini de Naranjo, a quien Rafael López Aliaga parece homenajear con su fervor por la Virgen María. Y así sería luego con Eduardo Dibós, quien heredó de su padre el rol de deportista-alcalde. Y también con Lizardo Alzamora, quien como Dibós también fue socio del Club Nacional. El perfil era el mismo tal vez porque Lima era la misma: de derecha. Una Lima de derecha que contrapesa un Gobierno de izquierda, calmando los nervios de las clases altas. Un municipio democrático que le da el equilibrio necesario al país frente a un Gobierno autoritario. Toda una lección para el próximo alcalde de Lima, quien necesitará harta muñeca para lidiar con el presidente Castillo.
En su libro de memorias, “Joven centenario”, el socialcristiano Bedoya cuenta su primer gran roce con el nasserista Velasco. Era el 30 de mayo de 1969 y se inauguraba la plaza Ramón Castilla. Hasta entonces, la relación era tensa (el cigarrillo encendido ayudaría a apagar ese fuego). El alcalde, quien había arriado la bandera a media asta tras el golpe militar, presidía la ceremonia. Según su propio juicio, dio su mejor discurso. Ensalzó al Castilla organizador, al hombre de Gobierno que le dio consistencia a un país anarquizado por la guerra civil, al estadista que dio el primer presupuesto y al líder que estructuró la legalidad nacional con el primer Código Civil. Finalmente, dijo en su alocución: “Castilla era fundamentalmente un peruano, porque para él no había ni liberales ni conservadores. No prosperaba la lucha del serrano contra el costeño, del provinciano contra el limeño, del blanco contra el negro, del rico contra el pobre, del norte contra el sur; porque para él, desde el primer día de su gobierno, solo hubo un lema: unir al Perú por encima de sus desavenencias”. Terminó su discurso y se sentó. Y Velasco no tuvo otra que decirle: “Lucho, me has jodido pero has estado brillante”.
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