El caso de Silvana Buscaglia ha sido paradigmático y sintomático en varios sentidos, algunos contradictorios. En primer lugar, ha puesto de relieve la eficacia y la potencia de los juzgados de flagrancia, revelando que la justicia puede ser pronta y que el problema secular de la impunidad puede tener solución por fin en nuestro país.
En tres semanas se han dado más de 1.000 sentencias en horas o pocos días. Esto es una gran noticia, acaso el cambio institucional más importante en décadas. Por eso, la demanda de 34 millones para implementar bien el sistema, con equipos básicos para verificar alcoholemia y drogas, peritos en evaluación de armas y grafotécnicos para ver falsificaciones, debería ser atendido con alta prioridad por el MEF.
Pero la eficacia del procedimiento ha puesto en evidencia un problema serio: la drasticidad irracional de algunas penas. Cárcel de 8 a 12 años para algo como lo que cometió Silvana Buscaglia es excesivo. Podría tener sentido en el caso de alguien que le reventara la cabeza a un policía con un hondazo, pero no en uno como este. La pena mínima para el homicidio simple, por ejemplo, es menor: 6 años.
Lo que pasa es que antes de los juzgados de flagrancia las penas simplemente no se aplicaban, porque los juicios demoraban tanto que se diluían y el propio agraviado se olvidaba de la agresión sufrida. Por eso, confundiendo las causas del incremento de la delincuencia, los legisladores agravaban una y otra vez las penas, sin considerar que estas no se ejecutaban. Ahora que se aplican, por lo menos en los casos de flagrancia, salta a la luz su carácter draconiano.
Pero esto mismo tiene un lado positivo: que las personas lo pensarán dos veces antes de agredir o desacatar a un policía. Podría estar iniciándose una era de respeto a la autoridad. Sería un gran avance. Pero esto contiene, a su vez, un peligro: si no se reforma profundamente la policía, expulsando de ella a los elementos corruptos o delincuenciales, lo que podríamos tener es el empoderamiento de una policía prepotente y abusiva. Por lo tanto, esta depuración exhaustiva de la policía ya es inaplazable, y quizá requiera de un acuerdo político, porque no será cosa sencilla.
Resulta indispensable, al mismo tiempo, nombrar una comisión de destacados penalistas que revisen el Código Penal para darle coherencia, sustrayéndolo del populismo penal. Según Carlos Zoe Vásquez, desde 1991 el Código Penal fue modificado 575 veces para agravar las penas o incorporar “formas agravadas”.
Pero los delitos no han hecho sino incrementarse. De allí deducen algunos que penas duras no disuaden. Pero si el problema es que esas penas duras no se aplican por ineficiencia del sistema judicial-policial, lo lógico es pensar que el incremento de la delincuencia esté asociado más a la impunidad que a otra cosa. Los juzgados de flagrancia empiezan a resolver esto. Pero tienen que estar bien implementados.
El otro tema es la manera como Silvana Buscaglia trató al policía Quispe, como si fuera inferior. El trato físico y verbal que le dio debería estudiarse, para decodificar las claves del desprecio social. Todo un caso.
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