“Parece, pues, […] que estaríamos frente a uno de esos casos en los que la ley y la lógica caminan por sendas distintas, ya que sería legalmente posible que los jueces exijan al Congreso (o, mejor dicho, a los contribuyentes) aumentos salariales sin que a cambio ellos mejoren el servicio que prestan”. Editorial de El Comercio Una por otra / 14 de noviembre del 2012
“Homologación de sueldos” es un término actual, recurrente, casi inherente a los últimos reclamos de diversos grupos y sindicatos de trabajadores. Los jueces supremos defienden que sus sueldos estén homologados con los de los congresistas; los profesores universitarios defienden que los suyos lo estén con los de los jueces; y ahora los inspectores laborales de la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (Sunafil) están exigiendo ser homologados con otros inspectores estatales, como los inspectores tributarios de la Sunat o los inspectores de las autoridades ambientales.
La repetición de un argumento no lo convierte en bueno, sin embargo. La homologación, de hecho, no es una idea positiva. Muy por el contrario, acarrea efectos negativos tanto para el Estado como para los ciudadanos usuarios del aparato estatal, e incluso para los propios trabajadores públicos.
En primer lugar, el argumento de la homologación no debería ser utilizado para buscar igualdad de sueldos entre tipos de trabajos que son diferentes. Así, por más que la palabra “inspector” se repita en muchos puestos de trabajo al interior de varias entidades estatales, no se puede asumir que la naturaleza, condiciones, responsabilidad y complejidades de la labor de un inspector laboral sean las mismas que las que cumple un inspector tributario o un inspector ambiental. De hecho, el propio secretario general del sindicato de inspectores del Ministerio de Trabajo, Víctor Gómez Rojas, reconoce estas diferencias cuando declara que “nuestra labor, a diferencia de un fiscalizador de la Sunat o del medio ambiente, es exclusiva y es de alto riesgo”. La consigna “homologadora”, por otro lado, adquiere ribetes de extravagancia cuando, por ejemplo, se quiere equiparar el trabajo de los jueces y el de los profesores como si estos tuvieran el mismo contenido, las mismas habilidades o siquiera el mismo público receptor del servicio que brindan.
Lo anterior no quiere decir que los buenos profesores o los hábiles inspectores laborales no merezcan un aumento salarial. Las mejoras remunerativas, en algunos casos largamente adeudadas, son necesarias, pero es igualmente necesario que lo que esté detrás de ellas sea el mérito y no un criterio arbitrario como el de la homologación.
Este es, por otra parte, el segundo y tal vez más grave defecto de la protesta homologadora: que atenta contra la meritocracia. ¿Por qué el tope salarial de un buen juez tendría que estar limitado en referencia al sueldo de un congresista? ¿Por qué un buen docente universitario tendría que ganar solo lo mismo y no más que un juez? En Estados Unidos, por ejemplo, un buen profesor con varios años de servicio en una universidad pública puede tener mejores condiciones laborales que las de un juez.
La homologación de sueldos “porque sí” no permite hacer estas distinciones basadas en el mérito, y así se castiga indebidamente a los buenos servidores públicos tanto como se premia inmerecidamente a empleados que, en atención a su ausencia de esfuerzos y a la calidad del servicio que brindan, no deberían acceder a un incremento salarial. Esto a su vez, elimina los incentivos para que los trabajadores públicos –llámense inspectores, docentes o jueces– busquen mejorías sobre la base de sus cualidades profesionales, lo que va en contra de la calidad del servicio público que deben brindar a los ciudadanos.
Gran parte de la responsabilidad por este problema se encuentra en los legisladores que, desde hace varios años, han incorporado la homologación en diversas normas, para luego intentar retroceder sobre sus pasos. Ello sucedió con la Ley Universitaria que dispuso la homologación de docentes con magistrados y hoy se encuentra en discusión en la Comisión de Educación del Congreso, y con la Ley Orgánica del Poder Judicial, que dispuso la homologación con los sueldos de los congresistas y señaló escalas dentro del aparato judicial, y luego fue objeto de dos modificaciones legislativas y de una demanda de cumplimiento ante el Tribunal Constitucional.
Lo que empezó como un válido derecho a la no discriminación o a la igualdad en la remuneración por el mismo trabajo, deformó en un supuesto derecho a homologar los sueldos entre trabajos distintos, creándose rigidez y devaluando la meritocracia.