No satisfecho con violar la Constitución (en ella se prohíbe explícitamente que el Estado realice cualquier actividad empresarial que pueda ser prestada por privados), Petro-Perú ha decidido pararse peligrosamente en el borde de la ley.
La semana pasada, la empresa estatal habría presentado una oferta preliminar para comprar los activos de la española Repsol en el país. Estos incluyen sus estaciones de servicio, la envasadora de gas, Solgas y la planta de refinería La Pampilla. La decisión, al parecer, no habría venido del directorio de Petro-Perú (que, dicho sea de paso, no la aprobó ni siquiera), sino desde el Ministerio de Energía y Minas (MEM), evidenciando las intenciones políticas detrás de esta misión.
Esta nueva inversión se suma a los US$2.691 millones que se destinarán a la modernización de la refinería de Talara en los próximos años y a los US$1.400 millones que costarán, entre otros proyectos relacionados, el gasoducto andino del sur y un polo petroquímico en Ilo (para lo cual el MEM hará un aumento de capital por US$400 millones). Tomando en cuenta que las utilidades anuales promedio de Petro-Perú en los últimos años bordean los US$100 millones, nos podemos hacer una idea de dónde saldrán los aportes para estos proyectos: de los contribuyentes. Ya sea por medio de contribuciones directas del fisco o por medio del aval implícito de este a los préstamos generados para llevar a cabo las operaciones. Y todo para que un Estado que aún no puede prestar satisfactoriamente los servicios básicos de salud, educación, seguridad, justicia y demás pase a sumar a sus funciones y obligaciones las de grifero.
Por otro lado, vale la pena preguntarse: ¿Cuál será el próximo paso? ¿Supermercados? ¿Pollerías? ¿Por qué no hoteles? Al fin y al cabo estos no son más que ejemplos de campos en que ya antes ha incursionado el Estado y que pueden resultar tan “estratégicos” como el negocio del petróleo.
Aun así, sin embargo, los costos de esta nueva aventura empresarial podrían no ser tan graves en comparación con el daño potencial que podría significar para los consumidores, o sea, para todos los peruanos.
Petro-Perú actualmente refina cerca del 50% del petróleo de nuestro país. De la otra mitad, se encarga la refinería La Pampilla de Repsol. Es decir, de concretarse la compra se estaría formando un monopolio estatal. Y aunque la posición monopólica no está sancionada por ley, el abuso de la posición de dominio sí lo está. Un abuso al que podría resultar particularmente difícil resistirse al grupo de burócratas a cargo de una empresa estatal considerada estratégica y que, por lo tanto, poco probable de ser sancionada por los organismos, también estatales, encargados de vigilar estas conductas.
Cabe recordar, por lo demás, que este no es un sector cualquiera. Los precios del petróleo están íntimamente ligados al funcionamiento de la economía. Es muy tentador, pues, para un gobierno usar este instrumento con fines políticos. Un gobierno con inclinaciones populistas podría llevar a controles de precios y subsidios. O, alternativamente, un gobierno urgido de caja podría aumentar el precio de los combustibles sin consideración alguna. Y aún si no ejerciese su posición monopólica, el simple hecho de que el Estado se encuentre a tan solo un paso de hacerlo es suficiente motivo para enturbiar la visibilidad que hoy tiene la economía y, por ende, dificultar la inversión.
El Estado, por otro lado, tampoco es un administrador cualquiera. Como se sabe, las empresas públicas, incluida Petro-Perú, tienen un largo historial de ineficiencia, corrupción, negligencia y otros abusos. Basta darle una mirada a la historia reciente de nuestro país para encontrar ejemplos de toda índole.
No hay explicación económica que valga, pues, para este cometido. Si la finalidad de la compra es que el Estado sirva como un “regulador de precios”, como manifestó el ministro de Energía y Minas, vamos por mal camino. Para “regular” los precios existe la competencia de diferentes empresas esforzándose, las unas frente a las otras, por captar el mayor número de consumidores.
Cuando quien crea las reglas del juego es también jugador se cometen muchos abusos. Lo mismo pasa cuando hay un solo jugador, independientemente de quien escoja las reglas. Imaginemos lo que puede pasar cuando quien pone las reglas es el único jugador.