Aunque es difícil anticipar hoy la composición del próximo Congreso, existe un consenso basado en las encuestas que el Ejecutivo no tendrá una mayoría y que tendrá que lidiar con un Poder Legislativo fragmentado. Un escenario temido por nuestro pasado reciente, que puede seguir erosionando o terminar por dinamitar nuestra precaria democracia. Sin embargo, creo que si miramos más allá de problemas estructurales o desajustes institucionales que venimos arrastrando hace varios años, puede haber lugar para un tímido optimismo. Una formación con la que podamos salvar la baja y evitar caer en el autoritarismo de segunda división, no una donde el nuevo Congreso y el Ejecutivo nos puedan llevar a la Libertadores.
Nuestro pesimismo actual está construido sobre los factores estructurales e institucionales que permitieron los desequilibrios entre Ejecutivo y Legislativo en los dos recientes períodos (2016-2019 y 2020-2021). La debilidad de las instituciones políticas, como nuestro remedo de sistema de partidos que estructura sin éxito la competencia, es una constante desde hace varios años. A grandes rasgos, la fórmula no ha cambiado y no cambiará tampoco este año: presidente débil, Congreso fraccionado.
Al mismo tiempo, difícilmente tengamos marcadas anomalías institucionales como en el 2016 o el 2020. No habrá una mayoría opositora en el Parlamento que exacerbe la confrontación entre los poderes del Estado, como hace cinco años, ni un Ejecutivo sin presencia en el Congreso, como el año pasado. En ambos casos, distribuciones asimétricas que fueron en parte responsables del descalabro institucional. Igual, queda claro que un Congreso fragmentado como el que tendremos no es garantía de estabilidad.
En ese sentido, coincido con Alberto Vergara en que estas elecciones no resolverán nada, ni estructural ni institucional, porque la fuente de los problemas que nos aquejan no ha cambiado, pero discrepo de su solución voluntarista, porque apela a las buenas intenciones y no tanto a una racionalidad más instrumental que puede alcanzar el mismo fin.
Creo que una de las razones por las que muchos subestimamos el protagonismo que tuvo el Congreso actual fue precisamente por detenernos en lo estructural o institucional y no tanto en las motivaciones e intereses de los actores políticos que lo conformaban. Un grupo de legisladores que se instala por un plazo breve, sin reelección, y el mismo día que se iniciaba oficialmente la grave crisis sanitaria y económica que seguimos viviendo.
Si lo vemos por ahí, el comportamiento de los nuevos congresistas puede ser moderado por dos factores. Primero, las lecciones del pasado. Hay un riesgo en jugar con fuego, o usar armas nucleares como la vacancia y el cierre del Congreso, que pueden asegurar la destrucción mutua asegurada, como lo probó de forma cruda el lustro que cerramos. Segundo, el horizonte político. Apostar por la confrontación no sería rentable en el corto plazo para legisladores con estabilidad laboral garantizada por 5 años.
Hay, entonces, un lugar para el optimismo de la voluntad. Mucho de lo que suceda a partir del 28 de julio estará en las manos de actores políticos, que tienen un precedente valioso del cual extraer lecciones costosas. Y si eso falla, esperemos que sea su propio interés y la búsqueda de su beneficio particular lo que nos brinde algo de estabilidad en los próximos años.
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