La capacidad de aprender de los errores es condición para el progreso. La nueva cuarentena decretada por el gobierno de Sagasti revela que algo hemos aprendido en el aspecto económico, y casi nada en el sanitario.
En lo económico, esta cuarentena no repite los errores mortales de la cuarentena de Vizcarra. Esta vez sí se permite operar a la minería, la pesca, la construcción y la industria. La caída, entonces, no será tan grande. Aunque no queda claro si pequeños talleres podrán funcionar, y de hecho se cierran muchas tiendas que podrían vender a puerta cerrada y restaurantes que deberían poder operar con protocolos, y se impide trabajar a cientos de miles dedicados a servicios.
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Lo que es incomprensible es que no se haya aprendido que el confinamiento como tal no funciona porque, como se ha dicho hasta la náusea, la gente tiene que salir a ganarse el pan del día. No se ha aprendido que no se puede poner una cuarentena si no se distribuyen canastas de alimentos para dos semanas a las familias vulnerables en alianza con la logística privada –lo que es perfectamente posible de inmediato–, para que no tengan que salir, o si no se distribuyen bonos mediante billeteras electrónicas para que no haya aglomeraciones. Tampoco se ha tomado nota que el encierro debilita y enferma.
Lo que raya en una tozudez proverbial es que se impongan toques de queda cada vez más temprano, que solo sirven para producir grandes aglomeraciones en paraderos y buses horas antes del toque de queda, que ahora será desde las 6 p.m. ¿No hay un mínimo de inteligencia? Debería eliminarse el toque de queda. Así como necesitamos espacio abierto, necesitamos tiempo abierto. Cerrar el tiempo es aglomerar.
El asunto clave es controlar los aforos en los mercados, en las tiendas y en todas partes. La gente puede salir, pero si hay aforos bien hechos, no hay problema. No obstante, si controlamos aforos, necesitamos más tiempo. Poner toque de queda temprano es atenazar a la gente.
Y lo que nunca se aprendió, pese a que se repitió también hasta el cansancio, es que para que los rebrotes no se convirtieran en una ola como ahora, había que atacarlos con pruebas moleculares masivas aislando y alimentando a los contagiados y sus contactos. Pasar a la ofensiva. Nuevamente con apoyo de la logística privada y de las organizaciones barriales, porque la operación Tayta, que hace algo de eso, carece de capacidad suficiente. Aun ahora hay que hacerlo con los confinados.
Hace meses que debimos estar aplicando masivamente la prueba molecular rápida de la Cayetano (Edward Málaga), barata y fácil de administrar porque no requiere hisopado. Debió estar en octubre pero obstáculos, trabas y falta de voluntad política la siguen demorando.
Para no hablar de las vacunas, que son el epítome de la incapacidad de gestión y de la irresponsabilidad. Si en setiembre hubiésemos aceptado la oferta de AstraZeneca –que rechazamos–, ya estaríamos vacunando a marchas forzadas. Y ahora se rehúsan a que los privados puedan sumar. ¿A quién responsabilizamos?
En lugar de todo ello, volvemos a la receta facilista que sólo funciona en los sectores medios y altos. Los que pueden.