No es necesario embarcarse en un viaje de días a una reserva de la selva peruana para experimentar esa reconfortante sensación de desconexión de la vida urbana. En Iquitos, a menos de una hora en bote del puerto de la capital, hay una buena cantidad de opciones de viajes económicos que combinan todas las cosas que uno esperaría de una aventura por la jungla amazónica: paisajes incomparables, contacto con la naturaleza, cultura y convivencia humana y ese sentimiento de asombro que se suele experimentar ante lo desconocido, aquello que no se puede definir.
Hace un par de semanas llegamos a Iquitos de vacaciones, con presupuesto moderado pero con todas las ganas de vivir una aventura selvática. Arrancamos la travesía en la misma capital de Loreto, bulliciosa por sus motos, en la que se puede encontrar una infinidad de paquetes turísticos para todos los bolsillos. Optamos por uno de tres días, vía la agencia Lupuna Jungle Tours, en una oferta que incluía actividades, alimentación, transporte y alojamiento en un bonito lodge ubicado en Santa María de Ojeal, una comunidad campesina ubicada a menos de una hora en bote de la capital.
Santa María de Ojeal es un pueblo tranquilo pero alegre. Es conocido en esta zona por haber sido locación de algunas películas, lo que le confirió un status especial en el circuito turístico de alrededor del río. Los lugareños de ahí, que es gente que vive de la pesca artesanal y la agricultura, te cuentan con orgullo que en su bar se filmaron algunas escenas de Pantaleón y las Visitadoras (Lombardi, 2000). Lo dicen satisfechos al mismo tiempo que se sorprenden que ese joven actor que llegó por su pueblo hace 20 años luego se volvió el primer ministro del país. Otra película que se rodó por estos parajes que recuerdan: Diarios de Motocicleta (Salles, 2004).
Con más de 500 habitantes, Santa María de Ojeal tiene un encanto especial que la siempre incómoda presencia de zancudos no consigue conjurar: la gente de la zona, invariablemente vestida de shorts, se junta en las puertas de sus casas por la tarde, que es la hora más fresca del día, para conversar o tomarse una cerveza. Algunos se reúnen por la tarde para ver televisión o películas en una bodega cercana que cuenta con un habitación especial, con largas bancas de madera y un televisor de 48 pulgadas. Es su cine. Otros, como los niños, se ponen a esa hora a jugar fulbito sobre un barro que los va tiñendo de rojo hasta que el sol desaparece y todo el lugar adquiere una coloración violeta que es indenoscriptible.
El hospedaje se llama Selva Vida y es un lodge ubicado justo al lado del pueblo, en lo alto de una pequeña colina verde, con la altura suficiente para que en temporada de crecida del Amazonas, las aguas no lo inunden. Las instalaciones son acogedoras, con ese encanto de lo rústico que se espera en viajes así. Hay zonas privadas y comunes, como la sala y la cocina. Las habitaciones son amplias, con agua caliente y, sobre todo, mosquiteros, facilidades indispensables para poder conciliar el sueño en una típica noche loretana, amenizadas por el croar de ranas y el sonido de la lluvia.
Desde aquí, la oferta de actividades que incluye el paquete son lo mejor de la estadía. Un día se puede internar uno en la jungla, con la necesaria ayuda de un guía con machete, para conocer el repertorio de plantas medicinales de la selva. Porque una cosa es comprar uña de gato en el mercado y otra recolectarla uno mismo. Otro día se puede hacer un recorrido más extenso en busca de la lupuna, el árbol gigante del amazonas. Todos los recorridos se hace con botas de caucho, que ayudan a caminar sobre el barro y previenen de ataques de insectos y víboras. La recompensa final es ser testigo de la majestad de la lupuna, de su llamativa soledad y un tronco que se levanta como si quisiera tocar el cielo.
A ambos flancos del Amazonas, siempre cerca de Iquitos, hay rincones extraños por conocer. A 60 kms de la ciudad está el Centro de Rescate Temporal de Custodia del Amazonas, cerca al poblado de Indiana y San Rafael, que acoge a varios animales silvestres que fueron abandonados por sus dueños, luego de haberlos tomado como mascotas. En el sitio hay un tucán amistoso que se te para en brazo o la cabeza, papagayos, monos bebes que van por ahí pidiendo un abrazo a los niños y también un coatí malgeniado, que es el rey del lugar, y al que es mejor no provocar. Más aún si uno lleva consigo, oculto en una bolsa, un plátano que sobró del almuerzo, con su aroma delator. En el sitio se puede adquirir licores selváticos como el Siete Raíces y sangre de grado para las heridas, de singular pureza.
Otros lugares familiares para conoce siempre surcando el río: el Fundo Pedrito, ubicado en el Barrio Florido, a unos 15 kms de la ciudad o 25 minutos en bote. En este lugar, se crían y se exhiben a los paiches, que son peces de lago que pueden medir hasta 3 metros y son los verdaderos reyes de las cochas amazónicas. Uno puede alimentar aquí a los paiches y hasta tocarlos, pero no se recomienda hacer lo mismo con los lagartos, que hay también en el lugar, en fosas especiales para su seguro visionado. En esos casos, lo prudente es arrojarles la comida que te entregan en la puerta con distancia y solo maravillarse con la perfección prehistórica de su diseño y movimientos. Otra atracción del fundo es la presencia de victorias regias, la planta acuática gigante.
Por las tardes, es la hora de la pesca de pirañas. Estos pequeños depredadores del río, de vientres color sangre, ojos furiosos y mandíbulas afiladas, han tenido muy mala prensa y más todavía con las fantasías que nos vende Hollywood. No se trata de subestimar su peligro: sí, son peces que muerden y pueden devorar animales pequeños en minutos, pero los ataques fatales a humanos son contados. Lo mejor es evitarlas a menos se quiera vivir la rara adrenalina (¿?) de estar sentado una hora en un bote tratando de pescar una. La labor es tediosa, pues el equipamiento es rudimentario, apenas un palito del que cuelga un nylon y un anzuelo, pero la recompensa de cazar al bicho en cuestión y cocinarlo por la noche es única. Apenas tiene carne, sí, y es flor de espinas... pero ¡es una piraña!
La selva posee una mitología impresionante de seres mágicos que para los del río son presencias cercanas, casi cotidianas, con las que viven, como ver un ave o un mono a lo lejos. Las noches pueden amenizarse con relatos de miedo sobre avistamientos del chullachaqui, una especie de duende de la selva, que se le aparece al caminante de trocha para confundirlo. También responde al nombre de Shapshico. En su bestiario peculiar también se cuentan las historias del Tunche, o demonio, del que es mejor correr; el Yacuruna o “hombre del río”, que quedó inmortalizado en la película La Forma del Agua (Del Toro, 2016), la sirena, la runamula, el bufeo colorado, etc. Otro acontecimiento incomparable es el amanecer amazónico en bote. Un espectáculo de colores y sonidos que desafía la clasificación.
Las noches en la selva suelen ser tranquilas a menos que quedes atrapado en bote en una noche de tormenta. La experiencia, totalmente accidental mientras se volvía de la caza de pirañas, es solo aconsejable para los valientes que no tengan miedo a los elementos, al estruendo de la lluvia y los truenos, y que no teman ser electrocutados con chispas eléctricas que cruzan el cielo, cada diez segundos, por encima de las cabezas. Hay una especial belleza en el caos de una tormenta. Cuando el manto negro de la noche se torna en un blanco cegador por un mínimo instante... toda acción se entrecorta y es como si un flash gigantesco cayese sobre todo y detuviese el tiempo desde el cielo. No se ha inventado una palabra para describir una sensación así.