Anthony Bourdain nació, se crio y saltó a la fama en Nueva York, pero fue en Francia donde se enamoró de la cocina con la perfección de la primera ostra que tocó su paladar. Solía pasar allí algunos veranos con su familia siendo joven. Hoy ha muerto en Alsacia a los 61 años. La suya es la historia de un chef que se comió el mundo a bocados y vivió para contarlo.
En ambos casos, lo hizo literalmente.
Bourdain fue el primer rockstar. Si la gastronomía fuese como la música, él sería el Jagger. Así de grande y así de revolucionario. Empezó con una serie de artículos publicados en la década del noventa; siguieron sus libros (más de una decena); sus programas de televisión (tiene 4 premios Emmy); y sus redes sociales. Donald Trump, la comida de aviones o el movimiento #MeToo (desde hacía más de un año el chef mantenía una relación con la actriz italiana Asia Argento, una de las víctimas del productor Harvey Weinstein) son algunas de sus causas más recientes.
El último tweet que subió, el 4 de junio pasado, tenía un link con el nombre Rising Sun Blues (El blues del sol naciente), perteneciente a la banda sonora de un capítulo dedicado a Hong Kong de la serie que conduce hace 5 años, Parts Unknown. “Esta canción se va a quedar conmigo”, posteó.
Su apetito por comer solo era comparable con su apetito por escribir. Bourdain fue un cronista excepcional. Un cocinero con técnica y formación privilegiada que no hacía libros de recetas, sino narraba historias desde adentro como nunca nadie lo había hecho antes. Veinte años atrás en Girona, el español Ferran Adrià revolucionaba la alta cocina deconstruyendo platos con espumas y esferificaciones. En Manhattan, Bourdain –al mando del afrancesado Brasserie Les Halles– aprendía a reconocer el poder de la comida y a expresarlo sin tapujos. Lo hacía desde el placer egoísta, la sordidez y el pecado; también desde el conocimiento y la experiencia. “Comer bien tiene que ver con la sumisión”, escribió alguna vez. Anthony Bourdain podía hablar de sexo, sopa pho y cocaína en una misma página. Hablaba de sus borracheras y sus excesos. Del respeto por el producto y la tradición. De la importancia de moverse, de descubrir.
Cuando nadie lo decía, él contaba las desavenencias de los inmigrantes latinos que sostenían los restaurantes más exclusivos de la Gran Manzana, lavando ollas y picando verduras. Es sabido que, en algunas de sus presentaciones públicas, pedía a la audiencia un aplauso para ellos antes de comenzar. También escribía sobre abusos, amanecidas y la locura universal de los primeros años de la vida gastronómica. Pasaba semanas enteras en los lugares más remotos del planeta -antes de que la globalización termine de hacernos creer que lo hemos visto todo- y engullía todo lo que se le ponía delante. Sean láminas de toro (la parte más cara y grasosa del atún) en una silenciosa barra de sushi, o hot dogs de aeropuerto.
Ese espíritu lo trajo al Perú, por supuesto. Aquí conoció a Gastón Acurio y paseó por Barranco y Chorrillos. En su última visita estuvo en la selva para ver cacao y se fue a probar el cebiche de Javier Wong en Santa Catalina. Uno no veía comer a Anthony Bourdain: lo saboreaba. Así es como se recuerda a un grande.
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