Mi primera vez teniendo sexo fue en un escenario. Tenía que interpretar a “Andrea”, una mujer conflictuada, deprimida y que es violada por su propio marido. Tenía 18 años, llevaba un taller de teatro con el reconocido Roberto Ángeles y mi muestra final era la obra Sexo, pudor y lágrimas, en una época en la que solo me imaginaba siendo actriz. Pero no solo era pésima actuando, sino que era una completa ignorante en el tema. Venía de colegio de monjas, de solo mujeres y, como la Virgen María, era virgen. Mi única referencia sobre un acto sexual era Dirty Dancing o alguna novela calentona. En conclusión, era un absoluto queso fresco en esa escena. Con toda honestidad, ni siquiera tenía claro cómo podía ser violación si “Diego”, el nombre del personaje, era esposo de Andrea. A eso llegaba mi nivel de confusión.
Como imaginarán, Roberto Ángeles me despidió amablemente del taller y me sugirió volver cuando tuviera más experiencia. Pero si tengo que hablar de mi verdadera primera vez tendría que decirles que no recuerdo absolutamente nada. Tenía 21 y un enamorado impaciente. No es que yo no quisiera tener sexo y deseara llegar virgen al matrimonio (aunque varias monjas me habían advertido que ardería en el infierno). Creo que me moría de miedo de “no hacerlo bien” o que me doliera.
Hablando como se llama esta columna, con la luz prendida, estaba llena de inseguridad y roche de que alguien me viera sin ropa y se ganara con ese rollo que odiaba de mi cintura. Pero, sobre todo, creo que estaba llena de expectativas muy altas, ganadas de tanta telenovela y comedia romántica desde mi infancia y sí, pues, quería que fuera especial. Pero este enamorado mío no pensaba lo mismo. Habíamos ido a una fiesta y tomamos mucho. Los vodkas con jugo de naranja (ahora ya sé de dónde venía mi rollo) iban y venían. Yo estaba eufórica, divertida… inconsciente. A la mañana siguiente desperté en un hotel en San Borja, con él dormido a mi costado. Fue hace más de 20 años pero aún recuerdo cómo me sentía: desolada.
Uso solo esta palabra para describir mi estado porque necesitaba encontrarla cuando llegué a mi casa esa tarde en un diccionario, para entender lo que me pasaba. Pero no me sentía así por haber perdido mi virginidad. Gracias a Dios –y no a las monjas–, eso no era lo que me preocupaba. Me sentía desolada porque habían violentado mi voluntad, mi opción de decidir. Ahora que lo pienso así, ya sabía qué sentiría “Andrea” –mi personaje– en la obra, siendo violentada por la persona en la que más confiaba, sin poder elegir. Pero tan malo como eso, me sentía desolada, vacía, porque él me había robado ese momento en mi absoluta inconsciencia. En otras palabras, me había dejado sin memoria y esa es una sensación horrible. Sin embargo, esa lucidez de mis sentimientos no estuvo tan clara en ese momento y, diría, por años. Porque por más absurdo que suene, seguí con esta persona un tiempo más.
Para él, lo que había pasado era hasta divertido y me narraba la escena como alguien que cuenta un pedazo de tu serie favorita porque te fuiste a hablar por teléfono. Pero resulta que esto no era ficción: mi enamorado me estaba contando nuestra primera relación sexual sin yo haber sido parte y, en mi confusión, la culpable era yo por quedarme dormida y perderme la película. Nunca me pidió perdón y yo tampoco se lo pedí. Seguí mi vida normalizando el tema, que claramente no era normal. Seguramente porque no era como hoy, tan consciente de una palabra fundamental en las relaciones sexuales: el consentimiento. Como bien dice una de mis cuentas favoritas en redes sobre sexualidad –Corazón con Leche–, coquetear, tu outfit, irte de bar con alguien, tu reputación, el silencio y, por supuesto, el trago NO SON CONSENTIMIENTO.
El consentimiento no es la falta de un no, es un sí entusiasta. Una de las principales vías de escape de violadores a una condena es aludir que la otra persona o ellos mismos estaban bajo la influencia del alcohol. Y si bien legalmente ya se ha hecho una modificación en el artículo 170 sobre violación sexual –que incorpora la necesidad de consentimiento expreso–, creo que como padres, medios de comunicación y sociedad en general no debemos tener miedo de hablar y educar sobre sexo porque parte de los grandes problemas que enfrentan muchísimas personas es callar. Dejemos de normalizar lo que no lo es y normalicemos lo que sí es. //