Todos, absolutamente todos en esta ciudad nos hemos cruzado más de una vez con un energúmeno de la calaña de Manuel Liendo Rázuri, este ser que desde su actitud para con el entorno encarna todo lo más despreciable de la sociedad. Peor aún, lejos de retractarse u ofrecer disculpas, esta semana ha aparecido en una serie de medios de comunicación justificando su accionar. Acto seguido los propietarios del edificio Prado Alto, en Magdalena, han aprovechado la oportunidad para denunciar al mismo personaje de tener un comportamiento agresivo, violento y prepotente con los vecinos, lo cual tiene poco menos que aterrados a los trabajadores y residentes del predio. Es decir, este tipo es un peligro público y no hay quién nos defienda de él.
En los últimos 20 años me ha tocado vivir en tres edificios y conocer el lado más detestable de los seres humanos. No me refiero a vecinos fiesteros o bullangeros, sino a moradores prepotentes y completamente enajenados, como, por ejemplo, el que me tocó a inicios del año 2000 en un edificio de la cuadra cuatro de la avenida Benavides, en Miraflores. Me mudé allí porque solo había un departamento por piso (seis pisos), una familia por piso. Eran escasas las probabilidades de toparme con algún indeseable debido a la baja densidad poblacional del lugar. Pero, como reza el dicho: pueblo chico, infierno grande. En tan exclusiva residencia horizontal habitaba un excelentísimo caballero de modales refinadísimos durante el día, pero que de noche se transformaba en una bestia indomable gracias a la cocaína y el alcohol. El ascensor era el pagano de sus delirios. Para mi mala suerte, jueves, viernes y sábado nos cruzábamos casi siempre en el único ascensor del lugar. Yo regresaba de trabajar en el Satchmo; el ‘caballero’, de pegársela en una juerga infernal, y siempre con incontinencia urinaria, la cual lo obligaba a vaciar su vejiga en el mismísimo ascensor. Luego sacaba su ‘paquito’ de clorito y lo inhalaba antes de ingresar a su dulce hogar. Cartas, quejas, denuncias fueron y vinieron. El vecino, al parecer, era poderoso e influyente y nunca pasó nada, o mejor dicho sí pasó: todos los demás residentes comenzamos a usar las escaleras cada vez que nos cruzábamos con el excelentísimo agregado cultural y así fortalecimos nuestras piernas.
Luego me mudé a San Isidro, exactamente a la cuadra 15 de la avenida Jorge Basadre, siempre buscando lugares donde no me pudiese cruzar con la especie humana todo el tiempo. Encontré un edificio de 12 pisos, con dos departamentos por piso. Fui muy claro con la corredora al pedirle expresamente que no quería toparme con vecinos coqueros o alcohólicos debido a la traumática experiencia anterior. Muy cuidadosa de no perder el negocio, la corredora adjuntó a las condiciones del contrato un file con los datos personales de todos los habitantes del lugar: dónde trabajaban, qué clubes frecuentaban, cuáles eran sus pasatiempos. Recuerdo que, incluso, hizo énfasis en que todos eran mayores de 60 años; por ende, se acostaban tempranito y no se drogaban. Efectivamente, el edificio a golpe de 9 de la noche parecía un cementerio: ni el ruido de los zancudos se escuchaba, pues todos como Topo Gigio se iban tempranito a la camita. Viví feliz hasta el día en que arreglaron el ascensor de ‘servicio’ y pretendieron obligar a las personas que trabajaban en mi casa a usarlo. Mientras eso ocurría, yo decidí empapelarlos con abogado y todo, pero, como en el Perú denunciar actos de racismo es prácticamente un chiste, quien se vio en la obligación de mudarse fui yo, antes de terminar con el hígado reventado. No solo estaba prohibido que las trabajadoras del hogar usaran el ascensor, sino que también era aceptado por común acuerdo de propietarios que el portero trabajara más de ocho horas y sin beneficios sociales. Mis últimas palabras en la última reunión de vecinos fueron: “Ustedes son una gente de mierda”. Y me mudé un poquito más allá.
Lo terrible es que, frente a la prepotencia de estos enemigos públicos, los agraviados por lo general no podemos hacer mucho, pues o son poderosos o son caraduras o, peor aún, sus formas están socialmente aceptadas. //