Mi sobrino Flavio tiene 12 años. Futbolero hasta el tuétano, hincha de Messi, de Alianza Lima (lamentablemente), pero, sobre todo, de la selección. Hace un año nos apostó a mi esposo y a mí un PS4 que Perú clasificaba al Rusia 2018. Nosotros, de la generación acostumbrada al fracaso en el fútbol, dábamos por descontado todo lo contrario. La historia que vino después ya se la imaginan.
Flavio, como otros niños de su edad, tenía confianza, una que no se contaminó con las historias negativas de una selección que no podía, que arrugaba, que jugaba bien pero nunca lo suficiente.
Ayer, tras nuestra eliminación del Mundial, esta generación de chiquillos experimentó su primera gran derrota en el fútbol. Pero ellos, a diferencia nuestra, encontrarán consuelo en los más grandes, en los que ya tenemos la piel marcada. Nosotros que en estos meses nos volvimos a sentir esperanzados y salimos en mancha a comprarnos camisetas de la selección, pero que, en el fondo, sabíamos que esta instancia sería muy difícil, donde no vale pestañear (ni fallar un penal).
Y eso es algo que hay que agradecer a este equipo. Que el espíritu derrotista se transformó en ánimo, alegría y ganas de creer. Que estos últimos meses ver los colores rojo y blanco por todas partes nos llenó de ilusión (y dinamizó la economía). Que, finalmente, de eso se trata: de empujar el carro hacia adelante y que el Perú es más que una selección de fútbol.
Regresamos al Mundial después de 36 años, y esa ausencia nos pasó factura. Nos falta kilometraje para ser de las ligas mayores, pero este debe ser apenas el primer capítulo de la historia. Los reproches no caben. Aún hay mucho trabajo pendiente.