Por Joseph ZárateQuienes lo conocieron dicen que Edwin Chota tenía una sonrisa amplia, exagerada, contagiosa, con un agujero visible por la falta de uno de los dientes delanteros. Alberto Chota Tenazoa, su padre, cuenta que dos años antes de que mataran al mayor de sus seis hijos, Edwin Chota había perdido ese diente comiendo un plato de tallarines con tortuga. “Mordió un pedazo de caparazón –recordará el anciano–, pero solo se rio, tiró el diente y siguió comiendo”. El cazador asháninka Jaime Arévalo, miembro de la nación más numerosa de la selva peruana, se acordó de aquel diente ausente cuando desenterró el cráneo de su amigo. Llevaba toda la mañana sumergido junto a unos policías en un pozo de agua marrón, cerca de la frontera con Brasil, hasta donde un río había arrastrado el cadáver de Edwin Chota devorado por gallinazos y lagartos. De aquel pozo de siete metros de profundidad, Arévalo –un cuarentón bajito, buen nadador y de brazos recios– sacó un fémur, unas costillas, una camiseta hecha jirones, una bota de jebe agujereada y una pulsera de semillas de colores todavía unida al hueso de la muñeca. Eran los restos de uno de sus cuatro compañeros asesinados dos semanas antes en una quebrada cercana. Lo confirmó por un detalle: al cráneo le faltaba un diente.
A pesar de sus cincuenta y tres años y de ser flaco como una rama, Edwin Chota era un agricultor tenaz y un hábil cazador con la escopeta. Tenía la nariz afilada como de águila, el cabello sin un asomo de canas y la piel tostada por el sol. Imitaba el canto del gorrión y el rugido del tigrillo, jugaba bien al fútbol y bailaba huainos de Sósimo Sacramento y forró brasileño moviendo su escuálido cuerpo como una marioneta. Cuando Edwin Chota sonreía, ese diente perdido, su incisivo superior derecho, era lo más notable en su rostro. Pero también lo era cuando protestaba. Como jefe de Alto Tamaya-Saweto, una comunidad de la Amazonía con más de treinta familias, Chota –el único adulto que sabía leer y escribir allí– se enfurecía y levantaba los puños cuando denunciaba a los taladores ilegales que explotaban a los asháninkas saqueando el bosque donde vivían. “Era el único momento en que estaba serio –dirá Julia Pérez, su viuda–. Después era un bromista”. Si sonreír es a veces un acto de diplomacia, Chota nunca arqueaba los labios frente a un traficante de madera.
Para ir hasta Pucallpa, la segunda ciudad más grande de la selva peruana, donde había nacido y crecido, Edwin Chota debía viajar siete días en bote a través de un río serpenteante. Allí visitaba a su padre llevándole motelo, una tortuga de patas amarillas, de carne tierna y sabrosa, que se había convertido en su comida favorita. La última vez que se vieron, en el Día del Padre, Chota le contó que iría a Lima para ver si por fin hacían caso a sus denuncias. Las amenazas de muerte eran cada vez más frecuentes. Su padre le rogó que se quedara con él.—No puedo —le dijo—. De allá yo he de salir muerto.[…]
GUERRAS DEL INTERIORAutor: JOSEPH ZÁRATESello: DebatePáginas: 130Precio: S/ 49A la venta en Crisol, El Virrey, Sur, Íbero, Communitas y Escena Libre, entre otras librerías.