“La república es un simulacro” afirmó el representante por Arequipa, Mariano José de Arce, ante la irrupción de un grupo de militares golpistas en el recinto congresal. El golpe de Balconcillo, ocurrido el 27 de febrero de 1823, muestra que fue la violencia y no la Constitución, a la fecha en proceso de redaccción, la que finalmente definió la agenda emancipatoria y la cultura política que le sucedió. Con los españoles apertrechados en la sierra, la opción golpista determinó la lenta aunque segura degradación –real y simbólica– de la naciente república peruana. Arce utilizó un concepto, analizado posteriormente por Jean Baudrillard, con la finalidad de explicar la naturaleza ficticia de una república que ilusionó a millares. No hay más que observar el fervor patriótico y social que la independencia despertó en la sierra central del Perú. Clérigo, de tendencias liber les, como lo fue su compañero de jornadas y coterráneo, Francisco Xavier de Luna Pizarro, Arce se sumó en 1814 a los revolucionarios que ocuparon Arequipa, bajo el liderazgo de Mateo Pumacahua y Vicente Angulo. Representando, de esa manera, “el eslabón perdido” entre la revolución del Cusco y el constitucionalismo fallido de 1822.
Firmante del Acta de la Independencia, el primer director de la Biblioteca Nacional participó en el ciclo doctrinario donde, además de validarse a la república (como institución política y sociabilidad liberadora), se forjó el vocabulario (‘ciudadanía’, ‘bien común’, ‘igualdad’ y ‘justicia’) que acompañaría a todas las luchas libertarias del siglo XIX. Al refutar las ideas monarquistas, promovidas por el general San Martín y su ministro Bernardo Monteagudo en la Sociedad Patriótica de Lima, Arce y otros provincianos, como es el caso del huamachuquino José Faustino Sánchez Carrión, dotaron de sentido y horizonte a una república que nació gravemente herida por la injerencia de sus “salvadores” –en su mayoría ambiciosos militares– que la vieron como mecanismo de empoderamiento y movilidad social acelerada.
MIRA TAMBIÉN: José Manuel Valdés, sanador de cuerpos y almas; por Carmen McEvoy
La ausencia de ilusión y destino son algunas de las causas, de acuerdo a Baudrillard, para la entronización de un mundo de simuladores viviendo de simulacro en simulacro y eso es lo que esencialmente ha ocurrido, a lo largo de nuestra vida independiente, donde una rapacidad sin límites ha desplazado, de manera sistemática, al resguardo del interés general. Porque a una larga historia de guerra, exclusión y múltiples traiciones, que han marcado nuestra desventurada historia, hay que agregar lo ocurrido en el hospital Guillermo Almenara a escasos días de la conmemoración del bicentenario de nuestra independencia. Acá me refiero al descubrimiento de una red delincuencial que, a vista y paciencia de todos, traficaba con las camas UCI por las que se cobraban precios exorbitantes a compatriotas graves por el COVID-19. A pesar de la infinidad de actos de solidaridad, que nos han conmovido hasta las lágrimas durante esta pandemia que se ha llevado la vida de más de doscientos mil peruanos, no es posible evadir ese hecho fundamental que Mariano José de Arce identificó con meridiana claridad. La nuestra es una república sin rumbo y sin sentido, simulando lo que no es (“una asociación de ciudadanos libres”) debido a un individualismo rampante que nos devora las entrañas así como el alma.
En el umbral de la nueva era planetaria, que la pandemia está marcando con altísimas dosis de dolor, ¿será posible cambiar el rumbo de nuestra “república simulada”? ¿Será factible resignificar términos tan poderosos como ‘igualdad’ o ‘felicidad’, mientras imaginamos juntos un proyecto nacional con rumbo y con sentido? Desde que proclamamos una independencia, de la cual no todos los peruanos estaban totalmente convencidos, hemos perseguido una libertad huidiza. Sin embargo, ello no significó que no se crearan, incluso a contracorriente, múltiples mecanismos para entendernos, organizarnos y percibirnos como una república de iguales.
COMPARTE: El legado de Montesinos, por Carmen McEvoy
A doscientos años de nuestra independencia tenemos una inmensa oportunidad de repensar la tarea pendiente. Una profunda democratización que pasa por enfrentar los nudos –racismo, clasismo pero también ausencia de normas e institucionalidad– que han bloqueado una senda republicana, plagada de luces y de muchisímas sombras. Una serie de obstáculos, entre ellos ambiciones desenfrenadas, han impedido la consecución del bien común que ahora se expresa en salud, educación y vivienda de calidad para todos los peruanos que siguen esperando por un futuro mejor. A la luz de esta verdad y en contraste con tantos candados elitistas, regímenes autoritarios/excluyentes y desafecciones ciudadanas en el mundo, la democracia en el Perú toma, de acuerdo a Danilo Martuccelli, otros visos y acá se puede agregar incluso revolucionarios. Lo que debe de quedar claro es que el “sistema operativo” que instaló el simulacro y la mentira como divisa no ha sido desmantelado y espera agazapado para volver a atacar como es su costumbre.
Trágico sería que las esperanzas despertadas por un presidente –maestro y agricultor– que promete una mejora en la vida de los excluidos terminen en un nuevo simulacro o, lo que es peor, en un atávico golpe de Estado. Porque para los creyentes, como el presidente Castillo, su esposa y sus tres hijos, contar con el apoyo de Dios, al que apelan de manera permanente, es crucial. Pero sin una reforma profunda del Estado y una forja de una nueva sociabilidad, generosa e inclusiva, no hay república posible y mucho menos Providencia que nos salve de una enésima desilusión. Esta es probablemente una lección bicentenaria que se debe considerar cuando se habla del inicio de un tiempo nuevo que no podrá pervivir sobre estructuras vetustas y perversas. Las que hoy se quieren tomar por asalto en ese delirio bicentenario de conquistar el poder por las prebendas sin pensar en el bien común. //