En el 2007 me obsesioné con Paul Auster. Me habían impactado tanto “La trilogía de Nueva York” y “La invención de la soledad” que dediqué ese año a leer no solo el resto de sus novelas, sino todo lo que llevara su firma: poemas, relatos autobiográficos, guiones, ensayos. Hasta hice fichas de títulos como “Leviatán”, “El palacio de la luna”, “La música del azar” y “La noche del oráculo”. Incluso colgué en mi habitación, como si de un Cristo se tratase, un afiche de “El libro de las ilusiones”. Estaba realmente fascinado con Auster, con su prosa, sus temas y esos personajes solitarios cuyos destinos casi siempre se decidían a raíz de un extraño golpe de suerte o una súbita coincidencia, y que a menudo se planteaban dilemas que partían de la inequívoca premisa: “Qué habría pasado si…”.
En agosto de ese 2007, en Colombia, durante un taller de periodismo, conocí al escritor argentino Tomás Eloy Martínez. En uno de los recesos me quedé conversando con él y su esposa, Gabriela. No recuerdo cómo terminé hablándoles de Auster. Cuando se los mencioné, ella dijo “ah, claro, Paul” con una familiaridad desconcertante. ¿Lo conocen?, pregunté incrédulo. “Claro”, siguió ella, “era nuestro vecino en Nueva Jersey. De hecho, vamos a almorzar con él la próxima semana”. ¿Almorzar? ¿Próxima semana? Debo haber compuesto un gesto de súplica muy evidente porque a continuación Gabriela preguntó: “¿Quieres comunicarte con él?”. La propuesta me dejó boquiabierto. Si no me desparramé ahí mismo, fue por respeto a Tomás Eloy. Enseguida ambos me advirtieron que Auster no chateaba ni usaba celular, pero sí revisaba su correo postal. “Mándame un e-mail y te envío su dirección para que le escribas una carta”, concluyó Gabriela.
Como es fácil intuir, ni esa ni las siguientes tardes pude concentrarme en otra cosa que no fuese la elaboración de mi carta a Paul Auster. Deseché varios borradores hasta dar con un tono que no fuese insulso, impostado, impersonal ni atrevido. Cuando estuve seguro, de golpe, a mano, llené cuatro carillas. Semanas después Gabriela cumplió con enviarme la dirección, pero por algún motivo el sobre nunca fue depositado en el buzón. Digamos que reparé a tiempo en lo inútil de la gestión. ¿Acaso Auster se tomaría el trabajo de contestarme? Preferí quedarme con el autor y no inquietar a la persona; no fuera a llevarme un chasco.
Por esa misma razón tres meses más tarde, en noviembre, de paso por Nueva Jersey por trabajo, desistí de tocar el timbre de su edificio una vez que di con él: temía que el gran Paul estuviera y me tirara la puerta no bien me presentara.
Di por enterrada mi historia con Auster hasta que hace unos días supe que presentaría en Madrid 4,3,2,1, su última novela. Diez años después de aquellos falsos amagos por contactarlo, pensé, por fin podría conocerlo.
Así fue. La noche del pasado martes acudí a la cita e hice mi cola para saludarlo. Una vez frente a él le pregunté si podía estrechar su mano derecha, con la que ha escrito sus novelas a lo largo de 20 años. Mientras la extendía se tomó un minuto para contarme una historia. “En una fiesta, una mujer le preguntó a James Joyce si podía estrechar la mano con que escribió el Ulises. En vez de dársela, Joyce la levantó en el aire, la estudió y dijo: ‘Permítame recordarle, señora, que esta mano también ha hecho muchas otras cosas’”.
Salí de allí feliz, con mi libro firmado y la sensación que se tiene al final de un día inmejorable. Miré el reloj y me metí a un bar donde sabía que transmitirían el Ecuador-Perú. Pedí una cerveza justo después del pitazo inicial. Recuerdo haber pensado: “Ahora solo falta que gane la selección”.