Ostentaba un apelativo primitivo, feromónico, carnívoro. Le decían “El animal más bello del mundo”, palabras que hoy podrían ser consideradas machistas, censurables o hasta violentas, pero que en la apoteosis de los años 40 o 50 ella, aunque detestaba, toleraba: eran más una advertencia que una promesa. Por eso, Ava Lavinia Gardner supo ser felina, ser ave o ser arácnida, no solo sin dañarse el maquillaje, sino convirtiéndose en musa eterna e inoxidable en una pantalla que convertía su piel en ecran con la misma facilidad con la que ella convertía a los hombres en súbditos. Su belleza, sin embargo, fue también su castigo.
La vida le ofrecería un destino insospechado para una niña nacida en un entorno rural de Carolina del Norte, como sexta hija de un matrimonio de cultivadores de tabaco y algodón que juntaba en la mesa de la cena la religión bautista de su madre con el catolicismo de su padre en un estado eminentemente protestante. El único libro que podía leerse en su casa era la Biblia. Ese hogar pobre y conservador fue forjando la tenacidad de la pequeña Ava –además de su rechazo a lo prestablecido, su rebeldía y su placer por andar descalza-, mientras la necesidad los llevaba a mudarse a Virginia para, posteriormente, verse obligados a volver a Carolina del Norte. Allí, en el condado de Wilson, Ava siguió sus estudios como cualquier otra anónima joven americana. Solo la casualidad fue capaz de cambiar su destino.
Una visita a una de sus hermanas –Beatrice, la mayor- que se había instalado en Nueva York y la atención del esposo de esta, un joven fotógrafo llamado Larry Tarr, llevaron su rostro inmortalizado en unas imágenes casuales al escaparate de su estudio, donde empezó a ser vista por los miles que transitaban en la Quinta Avenida, donde estaba ubicado. Uno de ellos, que fungió como cazatalentos de la Metro-Goldwyn-Mayer, Barnard “Barney” Duhan, vio por primera vez aquello que el mundo no quiso dejar de ver jamás: dos océanos profundos y majestuosos, seductores, alevosos y culpables que solo alguien muy miope podría llamar “mirada”. La palabra resultaba insuficiente. El escaparate, también. Sobre los pómulos que elevaban su encanto, un huracán salvaje y castaño se convertía en cabello. Al final de su rostro, su barbilla se dividía como desde entonces lo haría su vida: la chica rural sin mundo se convertiría pronto en la fiera más cosmopolita de Hollywood.
A pesar de obtener la oportunidad de su vida en MGM, gracias a la epifanía que experimentaban las cámaras desde el preciso momento en que las luces se encendían y la acción se llevaba a cabo, Ava tuvo que esperar para ver reconocidos su inteligencia y su talento. Los propios patriarcas de los estudios que la pusieron ahí la tuvieron años haciendo pequeños papeles y reduciéndola a mero adorno de ciertas escenas. Parecía la confirmación de una frase del patriarca del estudio, Louis B. Mayer: “No puede hablar, no puede actuar, es fantástica”.
Su belleza devoraba el mundo, pero no era lo único que tenía. Ava no se formó como actriz, no estudió con los grandes maestros, ni pasó antes por el teatro o cayó seducida por los nuevos métodos que ofrecían las escuelas de actuación más importantes. Apenas algo de Arte Dramático y Dicción para quitarse el acento campestre carolino. Pero tenía el suficiente carácter, la sensibilidad y las venas para demostrarle a quienes la cosificaban que podía lograr grandes trabajos gracias a su intuición. Ava pasó años probando que esa hermosa salvaje podía ser también una actriz sería. Al final, confirmó que tal como decía aquel fastidioso apodo, podía ser un animal, sí, y hermoso, también, solo para terminar devorándoselos a todos gracias a su arrolladora capacidad histriónica.
Tras “The Killers”, Ava no volvería a ser más la guapa figurante que permanecía muda o decía una sola línea. “Venus era mujer” (1948), “Soborno” (1949), “Pandora y el holandés errante” (1951) –su primera película a colores, de la que se dice que es la que mejor logró retratar su belleza- o “Las nieves del Kilimanjaro” (1952) –nuevamente una historia de Hemingway- son ejemplos de la variedad de papeles que ahora llegaban a sus manos. En 1953 filmaría otro título decisivo: “Mogambo”. Cuando en 1932, a los 10 años, vio la primera película de su vida, “Red Dust”, ni en sus más ambiciosos sueños estaba actuar junto a su protagonista, Clark Gable, 21 años después. Mogambo era, a la sazón, una reversión de Red Dust y Gable repetía su papel.
Con esa película callaría momentáneamente a sus críticos, pues obtendría la única nominación al Oscar de su carrera. “Eres condenadamente buena. Solo tómatelo con calma”, le diría el director John Ford en un momento áspero de la filmación. Una de las leyendas más repetidas de ese proceso es la que contaba que Ava Gardner se bañaba en una tina y caminaba desnuda frente a los nativos y los miembros del equipo en los campamentos que se instalaron para el rodaje en Kenia, Uganda o Tanzania. Que tantas personas durante tantos años hayan pensado que podía ser verdad habla de la naturaleza libérrima de su carácter.
Ya antes de Mogambo, al filmar Pandora, sin saberlo, Ava iniciaba una nueva etapa de su vida personal, que pasaría entre noches interminables, tragos, tapas, flamenco, toreros y otras formas de seducción con que España la enamoró desde que llegó allí a filmar por primera vez. Mario Cabré, compañero de reparto en Pandora, fue el primero en caer a sus pies. Ex torero reconvertido en poeta, la recordó para siempre en un libro: “Dietario poético a Ava Gardner”. “Más cerca frente a frente nuestras auras, / ha brotado el amor que siento mío”, le escribió a la actriz en uno de los 56 poemas en los que inmortalizó su pasión.
El libro de Marcos Ordóñez, “Beberse la vida: Ava Gardner en España”, retrata estos años bohemios de la actriz y sirve como base al documental “La noche que no acaba” (2010), de Isaki Lacuesta. “De todas las condenadas películas que hice, Pandora sea quizás la menos famosa y sin embargo casi nada me ha influido tanto. Esa película cambió mi vida”, recordó años más tarde la actriz. Ella también fue quien dijo “Los actores son la única mercancía a la que dejan salir de la tienda por la noche”. Y lo acató al pie de la letra.
Fue en aquellos años locos –vivió más de 14 en Madrid- cuando se hizo amiga de Ernest Hemingway –quien le diría que The Killers era la adaptación al cine favorita de alguna de sus obras-, Lola Flores, Lucía Bosé o la Duquesa de Alba, fue juerguera vecina que dejó varias noches en vela a Juan Domingo e Isabelita Perón y tuvo un polémico affaire con el torero Juan Manuel Dominguín, más tarde padre de Migue Bosé.
La voz a ti debida
“Me gusta España porque tiene los mismos defectos que yo”, cuentan que dijo alguna vez. Su romance con ese país solo tenía un rival. Un cantante que, en 1951, se había convertido en su tercer esposo y que atravesaba una mala racha que lo alejaba del éxito de antaño: Frank Sinatra. Su relación sería tormentosa desde el principio, pues “La voz” engañó a su esposa Nancy con Ava. Luego, temeroso de perderla, viajó hasta África para acompañarla en la filmación de Mogambo y sería ayudado por las influencias de la ya sólida estrella para conseguir el papel que lo devolvió al estrellato en “De aquí a la eternidad”. En los años que estuvieron casados, Ava filmó “Los caballeros del Rey Arturo” (Richard Thorpe, 1953); “La condesa descalza” (Joseph L. Mankiewicz, 1954), “The Sun Also Rises” (Henry King, 1957) –nuevamente Hemingway presente- o “La maja desnuda” (Henry Koster, 1958). En 1957, y tras un incidente que involucró armas de fuego como violento testimonio de un romance tóxico, pletórico en mentiras e infidelidades, se divorciaron. La actriz, además, había sufrido dos abortos.
“Frank y yo éramos personas nerviosas, posesivas y celosas –recordó Ava años más tarde-, propensos a explotar rápidamente. Cuando pierdo mi temperamento, no hay forma de encontrarlo. Debo dejar que la llama se extinga, tengo que desahogarme y él es igual”. Fueron amigos hasta la muerte de Ava, en 1990, tras años de serios problemas de salud que incluyeron apoplejías y una parálisis parcial que la obligó a recluirse y alejarse de la vida pública. La noche del 25 de enero de ese año tomó un vaso de leche, un par de galletas y le dijo a su asistente: “Estoy muy cansada”. Minutos después, expiró. Tenía solo 67 años. A pesar de que Ava podía hacerlo por su cuenta, Frank insistió en pagarle tratamientos con los más cotizados especialistas, hasta que una neumonía, finalmente, venció aquel cuerpo exhausto de noche y libertad. Fly me to the moon/ Let me play among the stars…
Para la filmación de La condesa descalza, el artista búlgaro Assen Peikov realizó una estatua de Ava Gardner. Tras la película, Sinatra compró la estatua y la instaló en el jardín de su casa en Coldwater Canyon. En Tossa de Mar, el pequeño pueblo pesquero de Girona donde se filmó Pandora y el holandés errante, hay otra estatua que es visitada por turistas, varios de los cuales posan lo imposible para su Instagram: un abrazo o un beso con la musa eterna.
“Adoro España, es un país salvaje y genuino, y sus colores son estupendos y se adaptan muy bien a mi temperamento, un poco dramático y sanguíneo”, llegó a decir la diva, de quienes algunos reporteros criticaban su lenguaje soez: “Era como si un marinero y un camionero estuvieran compitiendo” llegó a decir alguno.
Solo Howard Hughes le disputó en algún momento a Sinatra ser el hombre más querido por Ava, más allá de otros encuentros fugaces o relaciones furtivas. El polémico productor cinematográfico no solo cayó también vencido ante sus encantos, sino que vivió más tarde su propio infierno personal, a causa de un acelerado y precoz declive mental. La película El Aviador (Martin Scorsese, 2004) explora brevemente esta relación que nunca se concretó en matrimonio.
Como Kate Beckinsale en aquel filme, otras actrices han aceptado el reto de encarnar a Ava Gardner en la pantalla grande: Marcia Gay Harden en “Sinatra” (1992), Deborah Kara Unger en “The Rat Pack” (1998), Christine Andreas en “The Mia Farrow Story” (1995) o Jon Mack en “Introducing Dorothy Dandridge” (1999).
Del resto de su propia filmografía, destacan “La hora final” (Stanley Kramer, 1959), historia de un romance apocalíptico junto a Gregory Peck, uno de sus buenos amigos dentro de la industria; “55 días en Pekín” (Nicholas Ray, 1963), historia épica al lado de Charlton Heston y David Niven; “Siete días de mayo” (John Frankenheimer, 1964), suspenso nuclear con Kirk Douglas y Burt Lancaster; “La Biblia” (John Huston, 1966) y, sobre todo, “La noche de la iguana”, también dirigida por Huston. Ava la consideraría como la mejor actuación de su carrera. A pesar de que la Academia y el Oscar la ignoraron, San Sebastián, el festival del país que la acogía, le otorgó el premio a Mejor Actriz en 1964. Ella, sin embargo, llegó a confesar: “Si realmente me hubiera importado la actuación, podría haber sido realmente buena, pero no lo hice”.
Antes de terminar, es necesario recordar el principio de este texto: tal vez el apodo que recibió y pasó a la eternidad no suene hoy muy adecuado, pero sigue extrañamente vigente, a pesar de que muy pocas de sus películas estén en las apps de stremin´. Haga usted la prueba. Escriba “El animal más bello del mundo” en Google y entre hermosos tigres, peces, osos, zorros, ciervos o guacamayos, verá salpicadas algunas de los miles de fotos que le hicieron a Ava Gardner, la actriz que nunca pensó que viviría los 100 que hoy le celebramos, a pesar de que alguna vez dijo: “Quiero vivir hasta los 150 años, pero el día en que muera, que sea con un cigarrillo en una mano y un whisky en la otra”.
A ella le bastó sacarle el máximo jugo a su tiempo, a su libertad y a su desafiar constantemente al mundo, sabiendo que era ya eterna. Ojalá que, donde esté, su vida siga siendo una madrugada interminable, llena de flamenco y sonrisas.
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