“Pero antes... dinos quién eres esta noche.Una fanfarria electrónica llenó el ambiente y el eco grabado de un coro femenino repitió 'Yo soy… soy… soy' hasta perder sus decibeles. –Yo soy… ¡Barry Gibb!
El acorde de la guitarra entró con la batería programada y, aun antes de que el bajo se uniera, los zapatos macarios de Danny habían comenzado a llevar el ritmo […]. Mientras cantaba, simulaba caminar con la frescura de un caficho, con la mano izquierda en el bolsillo y la otra en el micrófono. Su melena, robustecida por unos implantes, se agitaba al ritmo de sus hombros y solo faltaba que sus pasos iluminaran las losetas para que se confirmara que los Bee Gees habían vuelto del retiro“.
Poco después y contra todo lo previsto, Danny y su falsete disco alcanzarán la apoteosis con “Stayin' Alive” en el set donde se realiza el concurso de imitación. La escena, por demás imaginable, es clave en “Madrugada”, la más reciente novela de Gustavo Rodríguez, lo mismo que el personaje: un tipo entrañable al filo de la tercera edad, con problemas emocionales y algo de sobrepeso que se tiñe el pelo de amarillo, mientras pasea su talento por bares, peñas, restaurantes campestres y lúgubres discotecas de todo el país. No espera una oportunidad, solo seguir viviendo de la música, de su arte. Su gran voz, Dios la guarde.
Sin embargo, Danny de los Ríos existe en la realidad. Es, de hecho, medio hermano de Rodríguez: el arte, a su vez, imita a la vida. Lleva más de 40 años interpretando, primero en orquestas, luego como solista, una recatafila de canciones del ayer. Escucharlo impostar la voz de Barry Gibb con un inglés agudo y aprendido fonéticamente es, de verdad, desconcertante. El clímax mediático, sin embargo, se debe solo a la imaginación del escritor, que a través del hermano-personaje recreó en la ficción ese fenómeno cultural que se origina en los programas que van tras los clones de cantantes populares, donde el énfasis no dicho está en la añoranza de lo que nunca se tuvo. “¿Qué hay más peruano que una multitud que aplaude a un imitador de temas del pasado?”, se pregunta retóricamente Rodríguez. “Es una actitud muy nuestra porque, primero, somos una sociedad que tiende a creer que en el pasado nos iba mejor: los incas eran justos y pacíficos, con el fútbol vencimos a Hitler, y todos éramos más amables. Una especie de tramposa nostalgia. Y también porque somos un país adolescente que, dentro de su inseguridad, copia, imita y emula mientras encuentra su propia identidad”.
TEMA DEL RECUERDOHay una genealogía nacional de los sucedáneos musicales que se arraiga en la radio y se robustece, con la llegada de la televisión, a través de “Trampolín a la fama” y shows como “El tornillo”, “Teleloquilandia” o “Estrafalario”. Siempre se supo que Ferrando, el 'Ronco' Gámez y Guillermo Guille tuvieron buen ojo y mejor oído para cazar talentos miméticos, pero no fue hasta 1980, con el estreno de “Risas y salsa”, que el árbol de la parodia se hizo de verdad frondoso. Desde las ramas de esa universidad catódica del humor, sábado a sábado y compartiendo sketches y sátiras políticas, estaban los infaltables imitadores de artistas que solo podíamos ver a través de la misma pantalla, pero en otros programas: 'El Loco' Ureta haciendo de Rita Pavone, Nancy Cavagnari de Raffaella Carrá, Chuiman de Raphael, de Miguel Bosé (Miguel Nosé), de Emmanuel cantando “Todo se derrumbó”, mientras se echaba abajo las columnas de una construcción de tecnopor. Uno se distraía y aparecían al frente, conforme pasaban los años, Julio Iglesias, Michael Jackson, el Puma, Madonna, Gloria Trevi; o un puñado de tipos del elenco transformados, según sea necesario, en Menudo, los New Kids on the Block o Locomía. En uno de esos descuidos surgió para quedarse la secuencia “Los firmes y los bambas”, un clásico de la caricatura en tiempo real.
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Como suele suceder con los remedos de congresistas y ministros, más que imitaciones se trataba de mofas políticamente incorrectas en las que se resaltaban –buscando la risa boba– las afectaciones, tics y supuestos defectos de las estrellas del espacio exterior a nuestras fronteras. “Bienaventurados nuestros imitadores porque de ellos serán nuestros defectos”, decía Jacinto Benavente. Eso mismo permitía que prácticamente cualquiera imitase a quien se le ocurriera al productor, bastaba con un fenotipo afín (Analí Cabrera como Michael Jackson) o exactamente lo contrario (Chibolín como Thalía). Por supuesto, además de los mencionados, había mutantes sobresalientes: Vinko, los hermanos Álvarez, los Benavides, Hernán Vidaurre, Edwin Sierra, Óscar Gayoso, Fernando Armas. Podía resultar grotesco, pero lo grotesco era normal. “El lenguaje de los cómicos se debe diferenciar del lenguaje que utilizan las personas serias; cuando se parodia un acontecimiento, se cambian las palabras como una manera de hacerlo gracioso y accesible al gran público. Casi es una traducción del lenguaje formal al informal. Lo sacan de sus cuatro paredes y lo proyectan al 'populórum'”, explican Peirano y Sánchez León en “Risa y cultura en la televisión peruana”. Por último, reinaba la fonomímica y parte del chiste estaba en modificar las letras: todo un combo que buscaba ser “lo más gracioso posible”.
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Nadie lo decía, pero se debía asumir como un premio consuelo, pues los grandes artistas solo nos visitaban cada muerte de obispo, y eso. Durante los ochenta y noventa, cuando todas las crisis parecieron afincarse en nuestro país, no había plata ni corazón para imaginarse, por ejemplo, a Mick Jagger comiendo cebiche o a Bruno Mars electrificando el Nacional.
También es cierto que, a la par de los shows humorísticos, sobre todo en platós más familiares, se fue desarrollando un tipo de imitación más seria y fiel a la verdad: era, por ejemplo, cuando Yola Polastri nos endilgaba concursos de imitadores de Luis Miguel o de Pablito Ruiz. Y ya que no venían los cantantes reales, llegaba Julio Zavala: por el valor de una entrada podías ver a 20 o 30 de ellos sobre el escenario.
Sobre todo esto último, de alguna manera, es el antecedente del fenómeno que, al menos desde el 2012, impera en estos pagos.
EL OTRO, EL MISMO“Si bien es heredero de la imitación política satírica o la parodia humorística, 'Yo soy', al tratarse de un programa de imitación ‘pura’, también se deslinda. Siempre reivindico el valor de la imitación como una disciplina artística interesante, completa, compleja, que pasa más por la actuación que por el canto”, explica Ricardo Morán, productor y jurado de uno de los programas más exitosos de la historia de la televisión peruana, un portento que alimenta 'spin-offs', prensa popular y una industria paralela del entretenimiento: resulta común toparse con banderolas y marquesinas anunciando espectáculos imposibles que reúnen a Juan Gabriel, Sandro, Raphael, Gustavo Cerati, la Pantoja, Miriam Hernández o José José, veteranos del show –muchos de ellos, como Danny de los Ríos, con décadas de trabajo a sus espaldas–, cuando en realidad juntan a obreros del arte que colocan sus nombres, casi ignotos, debajo del de cada divo, en letras chiquitas, entre paréntesis: Ronald Hidalgo, Tony Cam, Alberto Ravines, Miguel Ángel Samamé, Lita Pezo, Allie García y Carlos Burga, respectivamente. Intérpretes de gran talento a los que les costará mucho esfuerzo desprenderse de esa otredad asumida.
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¿Por qué “Yo soy” ha pegado tanto en sus 21 temporadas repartidas en seis años? Morán dice: “Creo que a nuestra autoestima le ha afectado suponer que estamos en la periferia. Porque si bien siempre tuvimos cantantes talentosísimos, no había ni Madonas ni Michael Jacksons. Esa sensación de orfandad la tratamos de enfrentar creando nuestras copias de esos íconos. Es como decirle al mundo: 'Ustedes tienen a Madonna, pues nosotros a la Madonna peruana'. Para eso estamos, para mantener vivir esa ilusión“.
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La siguiente entrega, a cargo de Jaime Bedoya, será el sábado 29 de setiembre.