Maritza Noriega
Pilar ha estado con sus amigos toda la mañana, llega a casa y siente que no puede dejar de estar comunicada con ellos a través de su celular. No se despega de ese aparato y hasta deja de hacer cosas que antes disfrutaba.
Su mamá se asusta y lo comenta con un amigo sociólogo. Él la tranquiliza: «Piensa cómo eras tú hace varios años. Salías a la calle y te encontrabas con tus amigos. Pero ahora la calle es insegura y los celulares han reemplazado este espacio de socialización. Si Pilar no tiene otros pasatiempos o intereses, de hecho, no querrá despegarse del celular».
La madre de Pilar comprende, pero le preocupa esta conexión tan poderosa que tiene Pilar con un aparatito. Piensa, igual que muchas de sus amigas, que un adolescente necesita espacios para encontrarse consigo mismo. Estar conectado siempre no le va a dar tiempo para pensar, relajarse… hacer nada. En esa relación con su celular puede formarse una falsa identidad, puede adoptar modelos que no son reales, porque en las redes todos adquieren un estatus que no necesariamente es real.
Pero lo que más la impacienta es que Pilar se encierra en su cuarto con el celular (ya no necesita la computadora que está a la vista de todos, pues en su teléfono tiene Internet). Es decir, no tiene idea de cómo son sus relaciones virtuales ni si se limitan a sus amigos del colegio (a quienes ella conoce) ni qué revisa en Internet ni nada.
La mamá de Pilar pasa por la misma situación que muchos padres de adolescentes, que necesitan asumir la responsabilidad de actualizarse en tecnologías modernas de comunicación y educar a los nativos digitales en el uso correcto de estos aparatos. Tratar de asustar a los chicos con todo lo malo que puede encerrar un celular inteligente no va a funcionar. Lo que funciona es la toma de conciencia, el análisis de las consecuencias de nuestros actos. Y, por supuesto, poner límites.
Los adolescentes no han terminado de desarrollar el lóbulo frontal, la parte del cerebro que permite reflexionar antes de actuar y que regula los impulsos. Esto explica -en parte- por qué los chicos son incapaces de ejercer autocontrol con el celular, por qué se toman fotos y videos sexuales y comparten ese material con otras personas sin medir las consecuencias.
Ante esto, el primer límite a considerar es que, antes de secundaria, un niño no tiene edad para manejar esta puerta abierta a todo lo que existe en el mundo. Y necesitan un control parental (Norton Online Family, mSpy, ZoeMob, Kids Place, PlayPad, etc.) para guiarlos. Además, cuando le regales un celular inteligente a tu hijo, este obsequio debe ir acompañado de una lista de reglas.
Una de ellas podría ser que no duerma con el celular al lado, ni siquiera bajo la excusa de que funciona como despertador, porque siempre será una tentación responder un mensaje en medio de la noche y eso interrumpe el buen descanso. También debe prohibirse el acoso a otros, la falta de respeto y todo aquello que no se haría en persona. Es importante explicarle que la interacción virtual puede parecer anónima y animarlo a comportarse de un modo distinto al que tiene cara a cara. Tampoco debe dar datos de contacto o ubicación a personas que se han conocido por las redes sociales (a quienes los chicos llaman amigos), por supuesto.
LAS RELACIONES CAMBIAN
La existencia de teléfonos inteligentes genera cambios en las relaciones sociales. Ahora es común que en plena reunión una persona saque su celular y comience a revisar Facebook, Instagram, WhatsApp y se aleje de lo que sucede a su alrededor, fenómeno que se conoce como ‘phubbing’. Si queremos mantener el lazo familiar, debemos evitarlo -adultos y chicos- durante los momentos especiales de convivencia, como la cena, por ejemplo.
En el colmo del ‘phubbing’, a veces la gente reunida en un mismo espacio abandona el contacto cara a cara y comienza a comunicarse virtualmente entre sí (no solo con alguien que no está en esa reunión), mostrándose fotos y haciéndose bromas.
Sin duda, nos hace pensar qué vendrá a continuación y nos deja en estado de alerta, con la tarea pendiente de actualizarnos en tecnología para no hablar un idioma diferente al de nuestros hijos, para entender qué hacen y cómo se sienten con estas nuevas formas de comunicación, para que tengan confianza de contarnos las cosas, como hacían antes de usar el celular.