Desde pequeños entendimos –gracias a Pinocho, a Pedro y el lobo– que mentir puede traernos terribles consecuencias. No mentir es el octavo mandamiento, o sea que mentir es un pecado mortal. Y levantar falso testimonio está penado por la ley. Tendríamos que tener clarísimo que no debemos mentir, sin embargo, las personas mentimos. Algunas veces son mentiras pequeñas como «Estoy lista en cinco minutos» o «Ya hice mis tareas, mamá»; otras veces son mentiras piadosas «Qué rica te quedó la cena, amor» o «Estás regia»; y otras veces es por flojera «Si llama Fulano dile que no estoy».
Pero así como hay mentiras de tono inofensivo, hay otras más dañinas como «mañana te pago», «solo es una amiga», «yo no cogí ese dinero», falsear tu identidad o incluso inventar cosas terribles sobre personas inocentes. No todas las mentiras son iguales. Una mentira piadosa no es igual que una calumnia o una estafa. ¿Pero qué hace que algunas personas adopten la mentira como algo normal en su vida? ¿Qué hace que vivan diciendo cosas que no son y engañando a amigos, familiares, o a cualquiera que les convenga? Cuando alguien miente con frecuencia, es porque necesita ocultar la realidad. Porque no acepta las cosas como son. Intenta aparentar que tiene todo bajo control, teme el rechazo y tiene una gran necesidad de aceptación.
Desde un punto de vista inmediatista, la mentira es efectiva. Pero a mediano y largo plazo pasa la factura. Se corre el riesgo de habituarse a enfocar más energías en parecer que en ser. Y los valores se van perdiendo en el camino, junto con la posibilidad de que nos quieran tal cual somos. Además de la capacidad de ser honestos consigo mismos, de confrontar sus propias dificultades y de realmente intentar estar mejor, en lugar de solo aparentarlo.
En primera instancia, pareciera que la víctima del engaño es la persona a la que se le miente. Pero no es la única. El costo más alto es para quien construye la mentira. Pamela Meyer, autora del libro «Cómo identificar a un mentiroso» señala que quien miente vive intentando satisfacer las altas expectativas de los demás, o en realidad, lo que cree que los demás esperan. A eso se le suma el estrés de tener que alimentar la mentira y vivir recordando todo lo inventado, constantemente asustados y alertas de ser descubiertos.
¿Y por qué aquellos a quienes se les miente, no quieren o no pueden darse cuenta de ello? ¿Por qué se la creen? El experto Dan Ariely, autor de «Las trampas del deseo», explica que quienes tienen éxito al mentirnos suelen presentarnos la realidad que queremos ver. Es lo que él denomina ‘wishful blindness’. Es decir, nos dicen las cosas que queremos o necesitamos escuchar –preferimos no oír la verdad– y de pronto estamos participando de esa farsa, en donde la realidad es algo que hay que negar, no ver.
De las mentiras pequeñas podemos ocuparnos en casa. Hacer el esfuerzo diario de ser honestos y consecuentes, de dar un buen ejemplo a los niños, decir lo que nos molesta, admitir errores y no tratar de aparentar lo que no somos ni tenemos. Pero de las mentiras grandes y serias se tienen que ocupar los profesionales. La mitomanía es la patología de mentir compulsivamente y perjudica emocional y socialmente a quien la padece. Es mejor que esas personas busquen la ayuda de un psicoterapeuta.
Y de las mentiras gigantes, las trampas y las estafas tenemos que ocuparnos todos como sociedad.
No dejarnos engañar. No creer en los encantadores de serpientes. No convertirnos en uno. No elegir a quien nos dice solo lo que queremos escuchar, sin ningún fundamento realista de cómo lo hará. No relativizar los límites, reflexionar mucho. Informarnos bien. Y por el bien de uno y de todos, desarrollar la capacidad de ver y aceptar la realidad.
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