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Un encuentro casual
El escritor Christopher D’Antonio caminaba deprimido por un paseo del East River, en la ciudad de Nueva York. En realidad, su depresión había alcanzado tal intensidad que planeaba suicidarse aquella misma tarde.
Su impresión era que la actividad de escritor –a la cual venía dedicándose desde hacía décadas– no tenía ningún valor real, y no importaba gran cosa. ¿Qué había aportado él en concreto para la humanidad? Su trabajo no había transformado el mundo, como él soñó alguna vez.
D’Antonio resolvió pasar del pensamiento a la acción. Subió al enrejado que separa el paseo peatonal de las aguas del East River y allí permaneció, con los ojos fijos en el agua oscura, procurando reunir valor para su último acto.
De repente una voz femenina, llena de alegría y entusiasmo, lo interrumpió.
-Disculpe, ¿usted no es el escritor D’Antonio?
Él, con indiferencia, asintió con la cabeza.
-Espero no molestarlo –dijo la joven–. Tal vez estoy interrumpiendo un momento importante de reflexión.
-Así es. ¿Qué es lo que quiere?
-No le haré perder tiempo, pues sé que tiene muchas cosas importantes para hacer. Pero es que simplemente necesitaba decirle lo importantes que han sido sus libros en mi vida. Me ayudaron de una forma increíble, y solo quería agradecérselo.
D’Antonio descendió los escalones, apretó la mano de la joven y con sus ojos fijos en los de ella, respondió:
-Ahora tengo que regresar a casa; realmente aún tengo mucho que hacer, y no puedo quedarme por más tiempo. Pero, en verdad, soy yo quien le da las gracias.
Su trabajo había ayudado a aquella mujer: era una manera de cambiar el mundo. Un simple gesto
El día de Navidad, un diario publicó la siguiente historia:
Una maestra pidió a los alumnos de primer año que dibujaran algo que los haría felices la noche de la fiesta mayor de la cristiandad. Antes de que le entregaran los trabajos, ella ya estaba segura de lo que recibiría. Como la escuela estaba situada en un barrio pobre, seguramente los alumnos le entregarían dibujos de pavos, turrones, y otros manjares que sus padres –con mucho sacrificio– habían comprado para celebrar.
Y así fue. No obstante, en medio de todos los dibujos, ella encontró uno que era diferente a los demás.
-¿Quién hizo esto?– preguntó la maestra.
Un niño levantó el brazo.
-¡Pero esto es solo el contorno de una simple mano!
El niño no respondió nada. La maestra aprovechó la ocasión para preguntar a los otros alumnos cómo interpretaban ellos aquel dibujo.
-Pienso que es la mano de Dios que nos da la comida– dijo un alumno.
-Un fabricante de juguetes –dijo otro– porque tiene muchos encargos de Papá Noel en esta época del año.
Finalmente, después de una serie de respuestas, ella se acercó al niño y le preguntó de quien era la mano que había dibujado.
-Es la suya.
-Ella se acordó entonces de cuantas veces en el recreo había llevado al niño de la mano. Aun cuando hiciese lo mismo con otros niños, tal vez eso significase mucho para él.
-Nunca había pensado que mi mano fuera tan importante, comentó, un poco incómoda.
-Por favor, haga que ella continúe trabajando también durante el próximo año– respondió el niño, también algo turbado-. La necesito. Quiero tener el mismo regalo la Navidad del año que viene. VIŸ