Nunca antes había peleado por el amor de un hombre. Jamás imaginé estar en una situación como la que enfrento ahora. Me desconozco. Entras a una especie de trance en el que no entiendes de lógica, de cordura ni de razón. Descartas los consejos que recibes y que sabes que podrían ayudarte. Pero esos comentarios que te hacen sufrir se clavan como cuchillo en el corazón. Sirven para autotorturarte cada vez que pienses que en este mismo momento él está con ella.
Por estos días en el canal estamos bastante ajetreados. Se acercan las elecciones municipales y regionales y paramos en mil reuniones. Recibimos asesoramientos con especialistas en temas electorales para utilizar las palabras técnicas precisas y las cifras exactas. Hacemos grabaciones anunciando que tendremos el mejor programa, invitamos al público a contactarnos a través de redes sociales, etc. Cada vez que recibo un correo electrónico convocando a más citas, me fastidio porque pienso que ella disfrutará de esas horas. Los imagino riendo, tomados de la mano por el parque o simplemente juntos.
Siempre critiqué a las mujeres que se ponían como leonas al enterarse de que él estaba interesado en otra. Las he visto hacer hasta lo imposible por traerlo de vuelta a sus brazos. Faltan a trabajar, se alejan de su familia, cambian de amigos, se hacen una cirugía estética. Dejan de ser como realmente son. Mi filosofía era más sencilla: si me quieres bien, si no, chau. Me parecía humillante andar detrás de un hombre cuando debería ser él quien tendría que estar tras mío. Total, ¡hay tantos!. Ya saben que no creo en eso del príncipe azul. Menos aun si yo no soy su princesa.
Los sicólogos dicen que esa aparente indiferencia es un mecanismo de protección que utilizo para no resultar herida y la verdad es que me ha dado resultado. No recuerdo haber derramado litros de lágrimas por un amor no correspondido. Me han dejado, sí. Me han sacado la vuelta, también. Pero he tenido la capacidad de reponerme pronto y seguir adelante. Mi orgullo siempre ha sido más fuerte que todo. Ahora me lo trago enterito y lloro bastante.
Escribo esto y siento que algo raro recorre mi cuerpo. Es una como una picazón generalizada que no me deja estar quieta ni concentrarme para terminar esta columna. Debo haberme parado y sentado 100 veces. Estamos de vacaciones en una casa alquilada en Vichayito. Ella también está aquí. Yo he subido al cuarto para escribir sin distracciones a pesar de que sé que esta corta ausencia significa que estarán juntos sin mí.
No me importa perder unas horas de sol norteño, tres daiquiris de fresa y chapuzones infinitos al mar mientras escribo estas líneas. La idea que no me deja en paz es pensar que él está divirtiéndose con ella y no conmigo. He salido a la terraza para husmear qué están haciendo. No están en la piscina. De repente fueron a la playa o tal vez estén en la sala. No los escucho.
Camino hasta el otro extremo de la terraza y los encuentro. Han descubierto una huerta atrás de la casa. Ella lo está cogiendo de la mano, él está feliz. Ella siente mi mirada y alza la cabeza. El sol no la deja ver pero supone que soy yo. «Mira Fabio -le dice-, ahí está mamá».
Este hombrecito de 83 centímetros hace conmigo lo que le da la gana. Me hace cantar la canción del “TITITI” 20 mil veces, imitar sus bailes en los centros comerciales, hacerle capachún en la calle, en fin. Todo lo que seguro ustedes también hacen. Pero lo que más me asombra es que ha sacado de mí sentimientos e inseguridades que se apolillaban por algún rincón de mi corazón. Los celos no son sanos, solía decir. Ahora me desespero cada vez que llamo por teléfono a casa preguntando por él y su niñera me dice: «Todo bien, señora». Una carcajada de Fabio en el fondo es como una punzada. No hay mecanismos de defensa que valgan. Un amigo me ha aconsejado que tenga otro hijo. Dice que eso dosificaría la culpa, dividiría la preocupación, aminoraría los celos. Yo solo siento a veces que tengo que hacer todo más rápido para volver pronto a estar junto a él y alejarlo de ella.
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