“La propuesta es injusta por varias razones, pero la principal es que favorece exclusivamente a los clubes grandes”. (Foto: AFP)
“La propuesta es injusta por varias razones, pero la principal es que favorece exclusivamente a los clubes grandes”. (Foto: AFP)
Jerónimo Pimentel

La Conmebol nos regala una pésima noticia –una más– con una decisión absurda: a partir del 2019 la Copa Libertadores definirá la final a partido único. La justificación es crear un acontecimiento, a la manera de la Champions League, con sede rotativa, bajo el supuesto de que así se dará un carácter más internacional a la competencia.


La propuesta es injusta por varias razones, pero la principal es que favorece exclusivamente a los clubes grandes. Son los equipos de Brasil y Argentina los que cuentan con mayores recursos para copar una sede ‘neutral’, así como más plazas e infraestructura para postular a la localía del último partido. A su vez, las aficiones de ambos países son las que cuentan con mayor organización y financiamiento para emprender giras regionales, algo que difícilmente ocurrirá con instituciones pequeñas que buscan despegar deportivamente. El resultado es más o menos claro: se verán beneficiados los de siempre.


Piense el lector, por ejemplo, en cuán ‘neutral’ sería una final en Montevideo que enfrente a un club del Pacífico contra otro del Atlántico. A diferencia de lo que ocurre en Europa, en estos lares no existe un sistema de transporte multimodal que interconecte distintas ciudades a precios económicos, como pueden ser los trenes de alta velocidad y las líneas aéreas de bajo costo real. Las distancias, con la Cordillera de los Andes y la selva amazónica en medio, tampoco son cortas ni fáciles de sortear como buena parte del llano europeo. Finalmente, la Unión Europea contempla una ciudadanía única que, a pesar de los avances en tema migratorios en la región, no puede ser equiparada en términos de facilidad, acceso, garantías y privilegios. El resultado es que se castiga al hincha local, quien ha apoyado a su equipo de barrio durante meses pero no necesariamente podrá hacerlo en el momento crucial; y se regala un premio no solicitado al hincha-turista, el aficionado rico o de clase media alta que, más allá de dónde vive, podrá viajar a Buenos Aires, Bogotá, Santiago o Sao Paulo para disfrutar de un espectáculo, quizás ajeno.


El sistema actual de la Libertadores, que obliga a la correspondencia, fuerza a ambos equipos a enfrentar los mismos problemas. No hay una justicia mayor a esa. Pero hay algo más: asegurar que cada club jugará al menos una vez al cobijo de su hinchada fortalece un lazo identitario, quizás el último espacio que el hombre tiene para reconciliarse con la tribu sin hacer daño a nadie. Es por eso que el fútbol en Sudamérica se compara con una fiesta. Al eliminar este espacio en nombre del avance se da un mensaje perverso: más hincha es el que más dinero tiene.


No es posible dejar de lamentar qué significa este cambio si se lee también como un síntoma. Lo más saltante es que la Conmebol asume una vez más su lugar de comparsa frente a la UEFA, del que no es más que un ente imitativo. No siempre fue así. Curiosamente, la Eurocopa fue una adecuación tardía de la primera Copa Sudamericana, mientras que la Champions League no fue otra cosa que la adaptación de la Libertadores a la posguerra. Aunque parezca mentira, hubo un tiempo en que Sudamérica era tierra no solo de grandes futbolistas, sino también de grandes dirigentes.

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