[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]


Estaba suspendido de los brazos, a mis pies, una palangana con agua esperaba debajo del tablón que soportaba mi peso, los brazos me dolían, ¿cuántas horas había pasado colgando de estos ganchos?
El soporte casi no lo era, mis pies lo rozaban. Si soltaba el cuerpo podía llegar a tocarlo casi con toda la punta de los pies, pero eso me causaba dolor en los hombros. Cuando intenté gritar me di cuenta de que tenía aún la mordaza o bola esa sobre la boca. Intenté descifrar dónde estaba. El techo aislante de sonido; las paredes recubiertas de esponja negra con bultos periódicamente repartidos también servían para aislar sonidos. Pensé que era absurdo mantenerme con la mordaza en la boca, si gritase, nadie me oiría, este lugar estaba pensado para gente como yo, me reflejaba en un espejo que, mirándolo con más cuidado, descubrí que era una ventana con espejo, para que desde el otro lado pudiesen verme. Ingresó un tipo delgado, rostro descubierto, como de cuarenta años. Entendí que si no le importaba que le viera el rostro era porque jamás saldría vivo de aquí o, si lo hiciese, sería con tal temor de hablar de esto que bloquearía todo recuerdo y evitaría decirle nada a nadie. Me animé a preguntarle quién estaba detrás del espejo. Me respondió que no importaba, que quien estuviese mirando era lo menos importante, en realidad lo importante era el espejo, no la ventana, que era para que pudiese ver lo que me iba sucediendo si no hablaba o si no colaboraba con ellos, con él, corrigió apresurado, con uno solo bastaba, me habían asignado un bravo de verdad. Al salir me anunció que en un par de horas comenzaba el show, que tenía un reloj sobre el espejo. Fueron las dos peores horas de mi vida, las conté segundo a segundo. El tiempo pasa más lento cuando se es consciente de él, cuando lo ves pasar frente a ti, en esas dos horas podría haber hecho el amor con Francesca, podría haber llegado desde el departamento hasta San Marcos, podría haber tomado un par de cervezas con Jacob, Jorge, Pajerovich, Rebeca. Pensé mucho en ellos, eran gente normal, hablaban normal, se vestían normal, excepto Pajerovich, no sabrían que estaba aquí. ¿Estaría Rebeca por aquí? ¿Estaría muerta? Habían pasado las dos horas y no sucedía nada, cada minuto que pasaba me hacía desear que todo comience de una vez, pero no llegaba nadie. Dos horas y media y seguía solo. Comencé a tener más miedo que antes de esperar el plazo, ¿qué estaría demorándolos? Quise pensar que Francesca se había enterado de alguna manera de mi captura y sus padres estarían moviendo influencias y contactos para evitar que me hagan algo, pero casi a las tres horas entró este personaje casi amable disculpándose por la demora y contándome que una reunión familiar se había prolongado más de lo que esperaba, a veces era difícil despedirse, sobre todo de familia que no se veía hacía tiempo pero, en fin, rogando mis disculpas, íbamos a tratar de avanzar un poco rápido porque tenía un plazo que cumplir y llevaba casi una hora de retraso. Uno de los paneles de la celda resultó enmascarar un armario pequeño, de él extrajo un sobretodo blanco de tela plastificada que se puso sin quitarse el pantalón de drill y la camisa Hilfiger a cuadros que vestía. Se colocó guantes quirúrgicos y verificó que cubriese las mangas del sobretodo. Finalmente, tomó un mandil de cuero que le cubría el pecho y llegaba casi hasta un poco encima de los talones, muy largo, como los mandiles que usan los carniceros en los mercados. No tenía expresión siniestra, como en las películas, tampoco mirada de loco extraviado. Era un señor de lo más normal, común y corriente, que tenía trabajo por hacer. Plantar delgado, dijo: si se seccionaba, y era muy fácil hacerlo, el tríceps femoral se retraía ligeramente. Podía sonar como una liga que revienta, era una lesión común en personas que exigen sus piernas y las extienden un poco más de lo normal, futbolistas, practicantes de artes marciales y bailarinas de ballet.

.
.

novela
Quién es D’Ancourt
Carlos Arámbulo
Editorial: Alfaguara
Páginas: 292
Precio: S/ 59,00

Me pidió estar quieto porque necesitaba trabajar cerca de mis pies. Comencé a patalear cuando se acercó. Ok, dijo. No hay problema, podemos ayudarte con algo, y se dirigió nuevamente al armario. Esto no es dañino, me dijo como tratando de tranquilizarme, solo es algo para que no te muevas. No tenía por qué asustarme, solo me quitaría la movilidad; estaría consciente y tendría sensibilidad.
Me dio una lección breve sobre los tres pilares de la anestesia, insensibilización, inmovilidad e inconsciencia, elogió los maravillosos cócteles que se podrían lograr con la combinación de sustancias que cubrían cada una de estas necesidades y luego clavó la aguja en uno de mis brazos extendidos, la zona de menor movilidad en mi cuerpo y presionó el émbolo hasta vaciar tres cuartos del contenido de la ampolla. Queda este poquito adicional por si te sigues moviendo, pero mejor que no lo hiciera, esa dosis adicional podría complicar mis posibilidades de mantener los músculos respiratorios funcionando. Mientras esperaba que la anestesia hiciese efecto me contaba lo que había almorzado esa tarde y sobre qué habían conversado.
En otra situación, me dije, hasta podríamos ser amigos. Sin darme cuenta, mis piernas ya estaban paralizadas, cualquier intento por moverlas era inútil. Extrajo un maletín extraño, de esos que usan los electricistas, que se abren hacia los costados y dejan ver varios niveles de contenedores. De uno de ellos tomó una especie de pinza larga con punta de tijera. Acero alemán, comentó, el más fino y el de mejor filo que existe. El mejor balance, decía, mientras con un dedo lo sostenía desde el centro sin que la pinza se moviese hacia ningún lado. Cerré los ojos, sentí cómo se colocaba detrás de mí y encendía una luz potente que salía de la pared. No podía ver lo que estaba haciendo. Sentí un corte en la pantorrilla izquierda, luego, la pinza hurgaba entre músculos y tendones causándome un dolor extraño, muy enfocado e intenso, luego sentí un golpe, lo que él me había comentado que sentiría, una liga rompiéndose y la sensación de que mi pantorrilla se encogía y tenía ganas de doblar la rodilla, pero no podía hacerlo. Hizo lo mismo con la otra pierna y reapareció frente a mí. El mandil tenía un par de pequeñas manchas de sangre, casi nada. Un trabajo limpio, me dijo: plantar delgado seccionado. Eso le impedirá apoyar mucho los pies sobre el tablón, aunque a ratos no podrá evitarlo y tendrá que aguantar el dolor. Tendrá dolor en las articulaciones de los hombros y en las pantorrillas. Esto va a ser como tenerlo suspendido en el aire, pero de pie; es un gran trabajo, casi poético, me dijo mientras limpiaba las pinzas y el bisturí que no había llegado a advertir y los guardaba desinfectados con alcohol en el maletín de los contenedores.
No los ponemos en una clave, el alcohol basta y no nos preocupan las infecciones, ¿no es cierto?, preguntó hacia el espejo. Antes de cerrar la puerta me deseó buenas noches. Mañana intensificaríamos el trabajo dependiendo de cómo avancen mis brutales amigos, advirtió. Va a desear que siempre le atienda yo. Cerró la puerta. Tenía razón en la descripción de los dolores, no soportaba más los hombros y las piernas ardían, en el recipiente con agua se mezclaba la sangre que me brotaba cerca de los talones. La tensión de la espera, la gentil crueldad de este tipo y el dolor de los cortes y el hombro me hicieron desmayar.

Carlos Arámbulo
Carlos Arámbulo

vida & obra

Carlos Arámbulo (Lima, 1965)


Traductor y escritor. Es autor del poemario Acto primero ( 1993 ). En el 2014 obtuvo el Premio Copé de Plata por su cuento “Fifteen”. Al año siguiente, su primer libro de relatos Un lugar como este ( 2014 ) fue elegido finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, organizado por el Ministerio de Cultura de Colombia.

Quién es D´Ancourt, su primera novela, editada por Alfaguara, se presentará próximamente.

Contenido sugerido

Contenido GEC