"Como en el cine": nuestra crítica de la película peruana
Sebastián Pimentel

Lo mejor de “Como en el cine” es su preocupación por entender y querer a sus personajes. Aunque sin que los acontecimientos puedan fluir con la naturalidad y gracia con que lo hacen los filmes de los modelos mayores de Gonzalo Ladines, que son los de Woody Allen y Judd Apatow, sí se puede reconocer una historia en la que las anécdotas que vemos –cito las propias palabras de Ladines en una entrevista reciente– ayudan a delinear la naturaleza de los personajes principales, y no al revés. 

Nicolás, el personaje que encarna Manuel Gold, se propone, de entrada, como un perdedor a dos niveles: tanto en su propósito de conseguir conquistar a una chica como en el de lograr hacer su película. Pero lo más importante es su carácter “infantil”. En tanto signo de los tiempos, la infantilización aguda de gran parte de la población adulta ha dejado de ser una anomalía. Alusiones a "Star Wars", polos con dibujos de superhéroes y toda suerte de referencias o fetiches de la cultura pop llenan el mundo de estos ‘freaks’ que hace tiempo han abandonado los claustros de la universidad, pero que todavía no están preparados para los avatares del mundo real.

Este universo ya se había mostrado, en un sentido más epidérmico, en la microserie ”, hecha para la web por Ladines y Bruno Alvarado, y un cortometraje previo titulado “” (algunos extractos pueden verse en los créditos finales). Sin embargo, Ladines necesitaba el formato de largometraje para aportar un poquito de humanidad a sus personajes, lo que ahora logra parcialmente. 

Si el tono autobiográfico –aunque la cinta no es en estricto una autobiografía, en tanto es pura ficción– aporta algo de genuino afecto y autenticidad a lo que vemos, lo que llega a enternecer en algo al espectador es la amistad entre Nicolás y dos de sus cómplices en la aventura de hacer un filme. Gold convence a medias en tanto es demasiado enfático en su registro, pero Pietro Sibille, como un eterno jefe de práctica universitario, está en el punto perfecto de naturalidad y comicidad. El trío lo completa Andrés Salas, que eleva la apuesta por la excentricidad y la anarquía.

Algo más que decir a favor de la cinta es su búsqueda de un estilo, a medio camino entre la cámara fija de planos abiertos para englobar el gag y la locación en una sola toma, como en Appatow o los hermanos Farrelly, y la filmación distendida de conversaciones torpes y a veces hilarantes que recuerdan a Allen o a Linklater. Ladines escoge como telón de fondo paisajes típicos de Lima, sobre todo barranquinos, desde el Puente de los Suspiros hasta la plaza San Martín, que funcionan como escenarios coloridos y algo embellecidos o romantizados, más propios del glamour de Hollywood y la ilustración del cómic.

Finalmente, un aspecto que no deja de ser interesante es el carácter metacinematográfico. En la segunda parte del filme, que es la más dinámica y lograda, podemos ver algunas secuencias de un corto de estudiante de los tres amigos. Hay un tono nostálgico y retrospectivo sobre la amistad y el amor a las imágenes, a pesar de que estas aúnan la farsa y el fiasco por igual. También asistimos a un accidentado proceso de grabación para lograr la tan ansiada meta. Finalmente, lo que importará es sacar, por lo menos, el esbozo de sonrisa de un público improvisado en la sala de la casa de los amigos, quizá la única recompensa necesaria que pueda justificar unas vidas irrisorias y algo patéticas.

En cuanto a los problemas de “Como en el cine”, estos tienen que ver con una falta de agilidad e invención de algunos diálogos o situaciones, y, sobre todo, con personajes fallidos, como el de Gisela Ponce de León –demasiado plano y repetitivo– o la pareja romántica que encarna Fiorella Pennano. A diferencia de las comedias de Appatow o Allen, potenciadas por mujeres fascinantes o llenas de matices, el universo femenino que presenta Ladines es demasiado idealizado o monótono. 

Como en el cine” es una cinta no muy original ni pareja, pero es cierto también que consigue captar la atención del espectador, algo de su complicidad y, como le sucede al público de Nicolás, francas sonrisas. El protagonista no llega a ser una excusa para el sketch, sino un centro de gravedad, y sus desventuras de nerd incurable lo eximen del club del éxito desde el principio hasta el final. Quizás su mundo sea el de la clase media-alta, quizá sea un mundo de superficies edulcoradas y algo aniñado, pero es coherente y directo. Sin ninguna pretensión, Ladines se descubre no solo como cinéfilo, sino como fabulador y comediante sincero. Esperemos que sus futuros proyectos confirmen su talento.

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