Dino Carlos Caro Coria

La Fiscalía de la Nación ha gatillado la denuncia constitucional, la única herramienta que nos otorga la para que el presidente sea efectivamente procesado y eventualmente llevado a juicio por los presuntos delitos que se le imputan, junto a los exministros Juan Silva y Geiner Alvarado, como los de organización criminal, tráfico de influencias y colusión desleal, en torno de los casos de Petro-Perú, Provías y del Ministerio de Vivienda. Por estos hechos, la fiscalía ha agotado la etapa de diligencias preliminares, la más elemental del proceso penal, orientada a recabar las pruebas inmediatas y a construir, aunque de modo provisional, las hipótesis delictivas en orden a formular imputaciones personales contra los investigados.

Sin embargo, conforme a la Constitución, la fiscalía no tiene la capacidad de pasar a la etapa preparatoria sin que previamente formule denuncia constitucional y esta sea tramitada y eventualmente aprobada como acusación por el Congreso. Solo durante la investigación preparatoria, atendiendo a la gravedad de los delitos y del peligro procesal latente –obstrucción de las investigaciones, planes de fuga o destrucción de pruebas–, la fiscalía podría solicitar medidas más graves contra los investigados, desde el impedimento de salida del país hasta una detención preventiva por 36 meses, al tratarse de una organización criminal.

Pero nada de esto es posible sin que el Congreso apruebe la acusación constitucional. Y, como ya es harto conocido, el artículo 117 de la Constitución no permite acusar al presidente sino por cuatro supuestos, entre los que no se encuentran los delitos de organización criminal, tráfico de influencias y colusión.

Esta interpretación literalmente correcta, además de un claro sabor a impunidad, plantea dudas y contradicciones insalvables. Frente a ello, no son pocas las voces que se han levantado en las últimas semanas para postular interpretaciones constitucionales alternativas que superen la valla del artículo 117. La propia denuncia constitucional de la fiscalía sostiene, por ejemplo, que el sistema legal no impide que el Congreso tramite y apruebe dicha acusación porque la Carta Magna obliga al Estado a combatir la corrupción, lo mismo que los diferentes tratados internacionales de los que el Perú es parte y que ratifican ese deber, por imperio del llamado control de convencionalidad.

Una interpretación bastante plausible en los resultados, pero que no deja de ser polémica. Es un principio generalmente aceptado que las normas que establecen excepciones o restringen derechos, como el citado artículo 117, no deben interpretarse de modo extensivo, ni aplicarse por analogía. Ampliar los supuestos del 117, o ir más allá, asume el riego de convertir al intérprete en lo que no es, el legislador constitucional.

Acorde con ello, el rol protagónico de la fiscalía en la persecución de los delitos del presidente, la “corrupción del poder”, debe implicar, a mi juicio, dos acciones más. Por un lado, la presentación de un proyecto de ley de reforma urgente del artículo 117 de la Constitución de modo que la acusación constitucional contra el presidente esté permitida para tasados casos de corrupción, organización criminal o lavado de activos. En paralelo, la Fiscalía de la Nación tiene la legitimidad para interponer ante el una demanda de inconstitucionalidad contra el Congreso frente a esta inconstitucionalidad por omisión; es decir, por la inacción del Parlamento de tramitar y aprobar las necesarias reformas constitucionales que levanten la impunidad presidencial que actualmente emana del artículo 117 de la Carta constitucional. Si el TC declara fundada la demanda, el Congreso no tendrá más remedio que reformar la inmunidad presidencial, con efectos inmediatos para los casos de Castillo, por tratarse de una norma procesal sujeta al principio ‘tempus regit actum’ (el tiempo rige el acto, la ley procesal se aplica de inmediato).

Dino Carlos Caro Coria es socio de Caro & Asociados