La clase política, por Raúl Ferrero
La clase política, por Raúl Ferrero
Redacción EC

Preocupa comprobar el deterioro que viene sufriendo cada vez más, en los últimos años, la clase política, integrada por una variada composición de peruanos de todas las vertientes ideológicas y sociales.

Lo más fácil hoy es criticar a quienes actúan en el campo político y tratarlos con expresiones duras y de desprecio, poniendo en un mismo saco a todos sin distinguir los buenos de los malos.

Con simpleza se califica despectivamente a los parlamentarios, ministros, consejeros regionales, líderes partidarios, achacándoles todos los males posibles y culpándolos de todo lo negativo que ocurre en la sociedad en que vivimos.

No hay nada más sencillo que enlodar a cualquier persona que participa en la vida pública, culpándola de todo aquello que no funciona en el país, para lo cual las autoridades ediles y regionales están en la primera fila de las críticas, aunque con menor intensidad que otras de mayor relevancia.

Las autoridades políticas como los gobernadores y tenientes gobernadores están sujetos a menores señalamientos, debido en gran parte, a que sus cargos no son tan apetecibles.

Prueba del desprestigio de quienes intervienen en el accionar estatal es la dificultad que están teniendo las fuerzas políticas para reclutar candidatos idóneos con miras a las próximas elecciones municipales y regionales.

Cabe preguntarse entonces: ¿Es acaso pertinente que se contribuya a descalificar aún más a los políticos, quienes están a cargo del manejo de asuntos públicos que a todos nos interesan?

Está bien que se fiscalice su actuar y sean merecedores de la censura de la opinión colectiva cuando han actuado incorrectamente, pero no que se les haga imputaciones gratuitas sin el suficiente sustento.

Existen personas decentes y correctas que actúan en política, a quienes les corresponde un merecido respeto, y no su inclusión en generalizaciones negativas.

Preocupa comprobar el nivel tan bajo de aceptación de los congresistas, como consecuencia de las acciones indebidas cometidas por algunos de ellos, que han actuado hasta en forma delictuosa. Pero resulta injusto que por estos últimos deba pagar el resto, con el desprestigio y señalamientos desdorosos, resultando, como en muchos ámbitos, que los justos terminan pagando por los pecadores.

Esto no quiere decir que debamos ser complacientes con la impunidad o no se combata severamente la corrupción. Por el contrario, esa lucha debe darse con toda la fuerza necesaria contra quienes hayan incurrido en ella.

Pero se tiene que hacer un esfuerzo para separar del imaginario popular a los políticos responsables y correctos de los otros, por el bien de la clase dirigente, dentro de la cual existe una reserva moral mayor de la que se piensa.

No es verdad que la mayoría de nuestros políticos sean irresponsables o sinvergüenzas. Existen muchos bien intencionados, capaces y decentes. Por ello es que no se debe generalizar con tanta simpleza.

La actitud hacia ellos debe cambiar para que la opinión sobre los mismos se corrija, cosa que contribuirá a mirar con mayor optimismo nuestro futuro como sociedad institucionalizada, lo cual no quiere decir que se dejen pasar con paños tibios los casos que sí ameritan su denuncia y escarmiento.

En esta labor puede ayudar mucho la prensa, colocando a cada quien en su lugar y no haciendo generalizaciones injustificadas que desmoralizan a todos, especialmente a las nuevas generaciones, que cada vez sienten mayor incertidumbre sobre el horizonte político del país.

Si queremos que el sistema democrático no se debilite, es preciso reforzar sus instituciones con críticas constructivas que permitan apuntalar el andamiaje que las sostiene y no horadarlas permanentemente con el fuego graneado de las diatribas.