"Recuerdo mi sorpresa y la cara atenta de Bambarén en ese momento".
"Recuerdo mi sorpresa y la cara atenta de Bambarén en ese momento".
/ DANTE PIAGGIO
Richard Webb

“Lo llama el monseñor ”, me informó la secretaria. Pensé que se trataba de una confusión. Yo empezaba una carrera en el como jefe de las estadísticas macroeconómicas. Pero de los mundos de la política o de la religión no tenía experiencia alguna. Fue una sorpresa entonces escuchar del mismo obispo una invitación para participar en un conversatorio sobre la pobreza y la vivienda popular que se realizaría en Chimbote. Eran asuntos que tenían poco que ver con mi trabajo en el BCR, o con la ciencia económica que había estudiado, pero se trataba de un honor y no podía dejar de aceptar.

Pero acepté también porque la temática del conversatorio me intrigaba. Es que, en los años sesenta la palabra “pobreza” no existía en el diccionario del economista. Por cierto, había una especialidad llamada la “economía del desarrollo” pero su temática se limitaba a los factores que producirían crecimiento económico, sin referencia alguna a la pobreza. La obra más consultada en esos años sobre la problemática del desarrollo, editada por el profesor Gerald Meier, recogía los aportes de más de cien especialistas en el tema, pero su índice no incluía una sola mención a la pobreza. En efecto, la ciencia económica no tenía nada que decir al respecto.

El evento organizado por Bambarén se llevó a cabo en un cerro arenoso convertido en nuevo barrio para acomodar el explosivo crecimiento industrial y pesquero de Chimbote. Me había imaginado un intercambio académico, pero, más que exploración de ideas y experiencias, el procedimiento tuvo el carácter de una educación. Los expositores eran sacerdotes chilenos y argentinos, y los asistentes eran religiosos y dirigentes de barrio. Ellos escuchaban en pequeños grupos, luego debatían el mensaje, y llegaban a una conclusión que se anunciaba en el pleno final. El mensaje central era la denuncia de la economía del mercado, y la necesidad de su reemplazo por un nuevo sistema económico. Huelga decir que los participantes no tenían capacidad alguna para debatir tales temas.

Participaban monjas y hermanas, muchas vestidas en alegres hábitos de diversos colores, tanto que terminaron apodadas como “hermanas Braniff” por su parecido con los cambiantes colores que adornaban los aviones de una de las aerolíneas en el Perú de esos años.

Mi recuerdo principal del evento se refiere al génesis de la frase “pueblo joven.” En uno de los debates se paró un joven dirigente de barrio para reclamar enérgicamente al expositor por el uso de los términos negativos, como “barriada” y “tugurio”. En su barrio, dijo, se referían a sí mismos como un “pueblo joven,” frase positivista que reflejaba su propia iniciativa y orgullo. Recuerdo mi sorpresa y la cara atenta de Bambarén en ese momento. He olvidado casi todo lo demás del evento, pero nunca la cara de ese joven.

El siguiente día decidí regresar a Lima, sintiéndome inútil ante la evidente intención política del evento. Bambarén me rogó que me quedara diciendo “necesito tu ayuda para controlar esto”, y transamos en un día más. Pero nunca llegué a conocer cuánto de lo que presencié representaba su propio objetivo, y cuanto era más bien un esfuerzo para mitigar corrientes que no controlaba.

Poco después del evento, Bambarén tuvo un papel protagónico defendiendo a los invasores de Pamplona contra el gobierno de , y apoyando la creación de Villa el Salvador. Su muerte reciente motivó comentarios acerca de su vida de activismo social, atribuyéndole incluso la paternidad del término “pueblo joven”. Quizás fue padre de la frase, como él mismo afirmó años después, pero recordando al joven dirigente sospecho que su verdadera –y admirable– contribución fue saber escuchar.