Javier Díaz-Albertini

Con la extraña fascinación y esperanza que marca la llegada de un año nuevo, varios analistas han hecho hincapié en la urgente necesidad de diálogo en nuestra sociedad, que se encuentra entre la polarización y la apatía, entre el hartazgo y la indiferencia. Muchos opinan, a su vez, que la desconfianza es el principal obstáculo por superar en la búsqueda de una agenda básica que nos permita alcanzar un nivel saludable de convivencia y gobernabilidad.

Sin embargo, como hemos examinado en diversas ocasiones en esta columna, la se construye siempre en el pasado, nunca es permanente, pero siempre vulnerable. Es decir, confiamos porque la hemos vivido y constatado, sea como valor cultural arraigado o porque ha funcionado en reiteradas interacciones. No obstante, al confiar nos hacemos vulnerables porque bajamos la guardia y estamos más expuestos a ser traicionados. Superar una traición y recuperar la confianza es muy difícil. Por el contrario, casi siempre lleva a cuidarnos la espalda y mantener una saludable distancia hacia los demás.

Entonces, ¿cómo construir o recuperar la confianza como paso esencial para entablar procesos de diálogo? Quiero compartir algunas reflexiones al respecto.

Hace más de dos décadas, al reflexionar sobre la identidad nacional, el psicoanalista Max Hernández escribió que “somos parte de un país premoderno que ingresa a la modernidad en la era posmoderna”. Considero que esta afirmación sigue siendo acertada y captura una parte esencial de los retos que enfrenta al país. De ahí que el llamado al diálogo nacional debe ser abarcado desde estas tres identidades que caracterizan nuestra realidad.

La premodernidad está marcada por el particularismo, la confianza se construye sobre la cercanía (familia, comunidad, localidad). Son espacios de “cierre” como los llamaba el sociólogo James Coleman, donde las ventajas sociales y el control social nacen de la proximidad. Traicionar la confianza en estos grupos lleva al ostracismo y el destierro. En buena parte del siglo XX, el cierre fue esencial en la adaptación de los inmigrantes rurales a los centros urbanos (autoconstrucción, autoempleo, autogobierno), procesos que tanto maravillaban a José Matos Mar. Fue una etapa en la cual la mayoría de los peruanos eran “comuneros o vecinos”, pero no ciudadanos.

La modernidad, por el contrario, está marcada por el universalismo, por la condición ciudadana que implica ser sujeto de derechos, incluyendo los de bienestar (educación, salud, oportunidades). Nuestra modernidad resultó siendo excluyente y la democracia un “bien superior” que la mayoría ha sentido ajena. Frente a las enormes necesidades y desigualdades del país, las instituciones “formales” (públicas y privadas) traicionaron las expectativas populares de progreso e incorporación. En su lugar, el populismo se convirtió en la principal forma de relación entre la autoridad y el “pueblo”. Degradaron la esperanza democrática y devino en la normalización del “roba, pero hace obra”. En fin, terminó siendo una modernidad que se construyó sobre la informalidad (la excepción) y no el imperio de la ley.

La posmodernidad, en cambio, es un tiempo del hiperindividualismo, en el que la autorrealización cobra especial peso. Está caracterizada por una explosión identitaria (étnica, región, género, creencias) y el surgimiento de múltiples “tribus” que agrupan a similares. La principal lucha es por el reconocimiento y la ampliación de derechos y oportunidades, que, en un primer momento, depende fuertemente del tutelaje estatal. El mundo hipermoderno tiende a ser más estable cuando se han alcanzado y consolidado las reglas de juego de la modernidad (“ser iguales, pero diferentes”).

Por lo examinado entendemos por qué la confianza en nuestro país sigue dependiendo de nuestros lazos más cercanos, que son, por definición, excluyentes. La débil institucionalidad ha frenado el desarrollo moderno (la ciudadanía) y posmoderno (autorrealización). Cuando en encuestas se nos pregunta en qué confiamos, por ejemplo, un 90% dice que en la familia, mientras que nuestra confianza hacia los otros peruanos, el Gobierno, el Parlamento, el sistema judicial, los servicios de educación y salud llevan años en picada y muchas ahora se acercan a un solo dígito. No hay vuelta que darle; si consideramos que la confianza es condición esencial para iniciar diálogos entre peruanos, entonces no nos queda otra que fortalecer las instituciones. Esto implica ir en contra de la corriente de nuestras autoridades que, día a día, hacen todo lo contrario. Es la peor resaca que nos trae el nuevo año.

Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología