Enrique Planas

Lo acaban de inaugurar después de una larga espera y peleas con los vecinos, sobre el aprovechado talud fértil de la bajada Armendáriz. Frente a nosotros, el acantilado barranquino permanece seco, esperando su redención. Mi hija Montserrat camina delante de mí. Nunca había visitado un botánico y, con una paciencia que yo no tengo pero que debo aparentar para no quebrar su ilusión, lee el nombre de cada planta y aprende su procedencia, atenta a sus denominaciones tanto vulgares como científicas. Las repite seria, como si quisiera recordarlas para un próximo examen.

Hay algo de terapéutico en nuestro paseo: la belleza enriquece el modo de ver el mundo de una niña que intenta entenderlo. Por mi parte, en alguna parte del sendero he encontrado los mismos modestos geranios que mi madre siembra a la entrada de la casa familiar, que nunca esperarían componer un ramo, pero que le dan color a la fachada. De alguna manera encuentro en ellos un curioso alivio. A mi lado, Montserrat contempla un helecho, un ‘Adiantum peruvianum’, y paladea el nombre del país en latín.

Mi hija se detiene en cada especie como si fueran obras de arte en un museo, sin asignarle una función o una utilidad al paseo, recordándome el valor de la contemplación para cambiar algo dentro de nosotros, recordar el simple placer de los ojos. A nuestro lado, familias caminan juntas dirigiéndose a Larcomar y los ‘runners’ trotan atentos a sus relojes de muñeca, controlando su ritmo cardíaco. Debo confesar que, en mi celular, una aplicación va contando la cantidad de pasos que me harán sentirme orgulloso al volver a casa. La tecnología reconoce mi esfuerzo por bajar de peso. Somos tantos los que caminamos por el parque y pareciera que ninguno de nosotros le dedica tiempo y reflexión. Cuantas más flores y plantas hay, menos vemos.

Pasos más allá nos espera el . La enorme figuración del mar. Mirarlo es descubrir que no habíamos visto nunca el mar antes, o que en cada ocasión descubrimos algo nuevo, no siempre agradable, pero siempre profundo, sobre nosotros mismos.

Acercar las diferentes especies botánicas a la mayoría de las personas es un buen principio, pero quedará como un paseo banal si no le dedicamos algo más que un vistazo a ese verdor circundante. Mi hija me enseña a mirar una planta y no solo a verla. Para ver, basta con tener los ojos abiertos; para mirar necesitamos ejercer, en alguna medida, la voluntad. Cuando se cansa, se sumará a la corriente y me animará a tomarnos ‘selfies’ en diferentes rincones, poniendo muecas divertidas. Luego ella querrá un helado de mandarina: fin de la terapia.

Enrique Planas es redactor de Luces y TV+