(Foto: Archivo El Comercio)
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Jaime de Althaus

La primera impresión es que las revelaciones de podrían tener el impacto de una bomba nuclear en el establecimiento político peruano, dejando el campo abierto para opciones peligrosas.

Pero, mirando más de cerca, vemos lo siguiente: la vacancia presidencial quedaría ya descartada, sobre todo porque probablemente la principal víctima de la deflagración terminará siendo Keiko Fujimori y Fuerza Popular. Ya Kenji renunció ayer, y aunque es posible que Keiko no hubiese sabido del millón de Odebrecht, pocos lo creerán. La bandera anticorrupción de FP simplemente se desflecó. Esto, sin embargo, no debería alegrar a nadie, porque Fuerza Popular ha sido el único esfuerzo serio de construcción partidaria en tres décadas de descomposición del sistema de partidos. No es una buena noticia para la democracia.

La bomba ha dañado también a parte de la izquierda y en alguna medida al Apra, pero las otras tres organizaciones tocadas –Perú Posible, el Partido Nacionalista y PPK– ya casi no existían en la práctica.

Sin embargo, la imagen de corrupción masiva de la clase política en la opinión pública es terrible, y puede tener consecuencias impredecibles, sobre todo si el único partido organizado se debilita y si tenemos a todos disputándose los despojos, acusándose unos a otros de ser los verdaderamente corruptos. Es penoso.

Y entonces es necesario mirar con más objetividad los hechos, algo que no es fácil en medio de la vorágine piromaníaca. Para comenzar, en todas las elecciones empresas grandes han hecho aportes a varios partidos, pues donar a una campaña no es delito en el Perú. Hay, entonces, mucha hipocresía y fariseísmo.

Es cierto que en este caso ha existido un agravante inaceptable: la grosera y masiva participación de empresas constructoras brasileñas y del propio Estado brasileño, orientada al control político y económico de nuestros países. Nuestras organizaciones políticas, sobre todo las izquierdas del Partido Nacionalista y de Fuerza Social, pero también las demás, no tuvieron escrúpulos en vender su alma al diablo.

Además, a diferencia de un banco o una empresa minera, una empresa constructora dona acaso para recibir obras a cambio. Pero de allí a afirmar que todo esto es delictivo, hay un trecho muy grande. En el 2011 el receptor no tenía por qué presumir que Odebrecht era una organización criminal, que es un requisito para el delito de lavado de activos. Incluso es debatible que los fondos del tétrico “departamento de operaciones estructuradas” tuvieran un origen ilícito. De otro lado, si el partido oculta al donante, no es porque lo presuma delincuente (salvo que se trate de un narco o un mafioso), sino porque no quiere verse asociado a una gran empresa y menos a una extranjera. Y son las propias normas que establecen límites absurdamente bajos a los aportes las que llevan a los partidos a disfrazarlos como polladas o inventar falsos donantes.

Entonces, todo lo que en circunstancias no políticas aparecería como indicio de lavado de activos, acá tiene otra valencia. Pero todos niegan haber recibido como si fueran culpables. Es la acusación de la sociedad, que ha contagiado también a los fiscales y jueces, que deberían mantenerse fríos.

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