“Esperamos que el jueves se disculpe en nombre del Ejecutivo”, dijo Mauricio Mulder sobre Mercedes Aráoz al considerar que PPK insultó a la Comisión Lava Jato. (Foto: Archivo El Comercio)
“Esperamos que el jueves se disculpe en nombre del Ejecutivo”, dijo Mauricio Mulder sobre Mercedes Aráoz al considerar que PPK insultó a la Comisión Lava Jato. (Foto: Archivo El Comercio)
Cecilia Valenzuela

Hace una semana, el congresista propuso una ley que prohíbe la publicidad estatal en los medios privados. En el contexto político actual, es claro que se trata de un proyecto que busca debilitar a los medios privados en los que trabajamos la gran mayoría de los periodistas del país; pero el tema es aún más delicado. El Estado anuncia o publicita políticas del más absoluto interés público y el radicalismo de la ley que propone Mulder se juega el derecho de la ciudadanía a enterarse y conocer sobre todo aquello que un Estado moderno está en la obligación de comunicar. Pero sobre todo limita al Estado en su deber de transparentar sus decisiones haciéndolas públicas en extenso y sometiéndolas al escrutinio de los ciudadanos y la prensa.

Es cierto que la publicidad estatal ha sido usada en nuestro país por todos los grupos políticos que han llegado al poder. Los gobiernos usan la publicidad del Estado en la medida en que se los permite el poder que ostentan y usan los medios públicos de todas maneras. El propio Mulder fue presidente del directorio del Instituto de Radio y Televisión del Perú durante el primer gobierno de Alan García y no se atrevería a negar cómo usan los gobiernos los medios del Estado.

Pero el verdadero problema, en el que se ampara la extrema propuesta del congresista y ex periodista Mulder, tiene que ver con la discrecionalidad en el manejo de la publicidad del Estado. El Perú ha vivido en esa materia tremendas y diversas experiencias, de un lado y del otro, desde el derecho privado al que apeló radio Cutivalú en el 2007 para rechazar la publicidad estatal, aunque estaba de por medio una política de Estado sometida a un referéndum por parte de los antimineros en la sierra de Piura; hasta el atropello infame del SIN de Montesinos que usó la publicidad estatal para alimentar pasquines como “El Chino” o “La Chuchi” mientras conducía a la extinción a revistas críticas, sesudas y severas como “Oiga”. Pasando, claro está, por la viveza inescrupulosa de Nadine Heredia que contrataba a sus amigos periodistas para consultorías o documentales pagándoles, generosamente, con el dinero del Estado.

Un mal gobierno, nacional o regional, puede matar medios, encumbrar falsos valores, crear adicciones para tapar su corrupción y un amplio etcétera. Pero un Estado que no comunica es vertical y anacrónico.

¿La publicidad estatal debería ser regulada poniéndosele topes? Definitivamente, sí.

Ningún medio debe depender estrictamente de la publicidad que le contrata el Estado, ya sea a través del gobierno nacional o de los gobiernos regionales y municipales. La dependencia distorsiona la calidad informativa y acaba con la garantía de la libre opinión. Pero tampoco se le puede prohibir al Estado que comunique y convoque a través de los medios.

Normar para establecer un tope sujeto a la facturación del medio podría ser una buena salida. El porcentaje podría moverse entre el 20 y el 25%. Esa es la manera de evitar la dependencia y garantizar la crítica.

La disposición de los medios de hacer cada vez más transparentes sus ingresos también podría ayudar, sobre todo durante las campañas electorales.

La mayoría de los periodistas que trabajan en medios regionales y en el interior del país, allí donde los gobernadores o alcaldes se convierten en patrones y pobre del que opine de manera crítica sobre sus políticas o sus mañas, serán los primeros en agradecer.

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