Jaime Bedoya

En enero del 2021 murieron 10.628 peruanos por . Una de esas personas fue mi hermana. Las cifras generan una falsa adherencia. Más de una vez me he sorprendido pensando si ella fue la 10.627, la 9.738, etc, como si eso tuviera algún valor o propósito. No lo tiene.

Por entonces no existían vacunas en el país salvo para el expresidente Vizcarra, algunos de sus ministros y sus allegados, incluidos choferes. En enero del año pasado ellos ya tenían tres meses de haberse vacunado en secreto. Es una traición que no prescribe así sigan votando por el, contradicción pendiente de explicación siquiátrica.

Tampoco existía información precisa sobre cómo enfrentar el virus. La ivermectina y el papel higiénico se agotaban impulsadas por el pánico y la desinformación, y las severas restricciones hacían suicida visitar presencialmente a un contagiado. El prójimo podía ser tu enemigo involuntario.

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A través del celular se creó una red virtual dedicada a una tarea dramática: evitar que alguna de las tres personas contagiadas en un departamento de Miraflores muriera ese verano.

De manera remota se gestionaba la buena voluntad de un médico desbordado por una tormenta de crisis diarias, todas insondables debido a la naturaleza traicionera del virus. _Con otros pacientes me están funcionando unas inyecciones_, escribía casi para si mismo con más fe que convicción. Su ronda ni empezaba ni terminaba. Era un sinfín.

También virtualmente se contactó a una enfermera que nadie conocía: Gaby Meneses. Ella aceptó confinarse con tres contagiadas que nunca había visto en su vida. Ya había tenido Covid, obviamente sin vacuna. Honrando el principio generoso detrás de su vocación, para ella fue esto más que un trabajo. Fue un acto de amor y una lección de anticuado honor: la única manera de saber si se puede confiar en alguien es confiando en alguien.

La enfermedad era puntualmente desalmada: cinco días calmos, cinco días horribles, cinco días finales en los que pasaba o terminaba todo. Las conversaciones con mi hermana se empezaron a volver más urgentes.

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La última vez que alguien contestó su celular fue un paramédico. El estaba con mi hermana, ya inconsciente, dentro de una ambulancia. No había camas Uci. El médico se disculpaba, lloraba, decía que ya no podía hacer más y que había tres ambulancias antes que la suya en la puerta de una clínica. En un Zoom, micrófono apagado, trataba de asimilar lo que estaba sucediendo. Le agradecí el esfuerzo y creo que rezamos o algo parecido. Perdí el recuerdo.

Un año después de eso aún no puedo revisar las conversaciones con mi hermana. Sería como sacar el dedo del dique. El clima ahora está igual de cálido y soleado como entonces, aunque ha vuelto el sonido de autos y la trágica marca humana que lo acompaña, como el derrame de Repsol.

Lo que descorazona es la resiliencia que la estupidez y la maldad también tienen. En estos días la imbecilidad de Djokovic es vista por algunos como un defensa de las libertades. Vizcarra sigue haciendo campaña con la enfermedad. Y el Omicron aún no nos deja vivir. Pocas cosas quedan claras.

Aunque otras si: Mi hermana quería vivir y debería estar viva. Los miserables deberían estar prohibidos de dedicarse a la política. Sigue habiendo más gente digna de admiración que de desprecio.

Gaby, gracias nuevamente y para siempre. No contestas. Me dicen que te fuiste a Italia, mercado de enfermeras y epicentro de Covid, cansada de vivir aquí. Solo espero que estés sana y salva.

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