Para describir esta foto tengo que hablarles de mi papá, que ese domingo 17 de agosto de 1969 estuvo en el estadio Nacional para ver el partido que jugaban Perú y Bolivia por las eliminatorias a México 70. Antes déjenme explicarles por qué hay un mariachi pisoteando un muñeco en la pista atlética y por qué todos los presentes sonríen celebrando la ocurrencia.
Una semana antes, el domingo 10, en La Paz, la selección boliviana le había ganado a la nuestra 2-1 en un partido polémico, aunque mi papá utilizaría un término más vulgar para definirlo. Él asegura que el árbitro, un tal Sergio Chechelev («¡ese ladrón!»), venezolano nacido en Yugoslavia (hoy Serbia y Montenegro) había dado por válido un gol boliviano a pesar de que segundos antes le cometieron falta a Rubiños, el arquero peruano. Eso no fue lo más grave. El tal Chechelev también pasó por alto un penal contra Cubillas («¡un penalazo, hija!») y, para colmo, anuló un gol legítimo de Alberto Gallardo por supuesta posición adelantada («¡era el empate, a cinco minutos del final!»).
Como es lógico, los jugadores peruanos se indignaron y fueron detrás del juez para recriminarle sus errores y no precisamente con buenos modales. Cuando a Nicolás Fuentes lo expulsaron por reclamar, Roberto Challe (mi papá lo llama «el niño terrible») fue donde el árbitro y le aplicó una patada merecedora de tarjeta roja («¡pero el cojudo de Chechelev botó a Mifflin!»). La policía boliviana tuvo que intervenir para contener a los nuestros y salvar el pellejo del árbitro («¡Chumpi se lo quería comer vivo!»). En Perú los hinchas no vieron el partido en directo. Recién lo hicieron al día siguiente, después de que la FAP trajera el rollo de filmación desde La Paz. En la pantalla de Canal 5 todos pudieron ver los abusos de Chechelev y juraron venganza.
Por eso, una semana más tarde, el ambiente en Lima estaba sumamente crispado. Y aunque el réferi de la revancha era un colombiano, la gente no se quitaba al yugoslavo de la cabeza («imagínate, hijita, que afuera del estado paseaban a un burro que cargaba una manta que decía Chechelev vendido»). Si volvemos a la foto, a quién creen que representa ese monigote de trapo, paja y papel. Exacto: al nefasto Chechelev. Mi papá me dice que el falso charro que pisotea al muñeco es Tito Chicoma, un músico que luego se haría famoso por componer los éxitos de la animadora Yola Polastri. Se vistió así para crear ambiente de cara al mundial mexicano (al que finalmente clasificaríamos). Unos metros detrás, de pie, al lado de un recogebolas, con abrigo oscuro y manos dentro de los bolsillos, vemos a Augusto Ferrando, quien desde hacía tres años conducía el programa que lo convirtió en celebridad, Trampolín a la fama. ¿Notan que, entre el mariachi y el trompetista, hay un personaje con gorra deportiva? Le decían el ‘Tigre Boris’ y –siempre según mi padre– era un tipo muy conocido en el mundillo del boxeo local. Lo menciono porque fue él quien se ocupó de dar una vuelta olímpica con el muñeco, para el salvaje regocijo de las cuatro tribunas, y finalmente prenderle fuego frente a la tribuna norte. Me cuesta entender por qué todos aplaudían semejante acto violento. Mi papá no sabe explicarlo. Como señalé antes, él estuvo allí ese día. Pero no como hincha, sino como periodista. Es el hombre detrás de la cámara de televisión del primer Canal 9 y, aunque en la foto no se nota, él también sonríe mientras filma la escena.
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