La historia del escritor peruano Mario Vargas Llosa y Francia es una eterna cadena de afectos. Un apego que se rinde en la admiración. Sin la cultura francesa, el novelista nunca hubiera sido el escritor que es hoy, porque no solo perfiló su carácter de lector y escritor sino también lo preparó en la esgrima intelectual, aquella que impone la racionalidad y la lucidez a la oscuridad del pensamiento.
Por eso, ante tanto cariño, la “segunda madre patria” para Vargas Llosa por fin lo llamó. Esta designación de la Academia Francesa como uno de sus miembros es, para él, casi como un segundo premio Nobel.
Pero, ¿qué escritor peruano desde los tiempos de la independencia no se ha visto seducido, atraído, entregado al fin a una cultura como la francesa? Muy pocos, sin duda. Francia desde el siglo XIX ha sido sinónimo de sensibilidad artística, inteligencia, racionalidad, emoción y libertad. Libertad, una palabra, un concepto muy cercano al autor de “La guerra del fin del mundo” (1981).
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Hacia 1950, el novelista norteamericano Ernest Hemingway le escribió a un amigo una carta en la que le decía: “Si tienes la suerte de haber vivido en París de joven, París te acompañará, vayas donde vayas, el resto de tu vida, porque París es una fiesta que nos sigue”.
Vargas Llosa creyó eso, por eso buscó seguir a Francia o que ella lo buscara, y así seguir con ella hasta hoy que acaba de integrarse a su cultura por la puerta más grande que existe.
El comienzo de este romance con Francia, lo contó el mismo Vargas Llosa en “El pez en el agua” (1993), su famoso libro de ensayo autobiográfico. Fue su amigo, el escritor Luis Loayza quien le avisó en setiembre u octubre de 1957 que la Revista Francesa organizaba un concurso de cuentos, y que el premio era “un viaje de quince días a París”.
Vargas Llosa mandó el cuento ‘El desafío’, que luego incluyó en su libro “Los jefes” (1958). Luego olvidó el asunto como para no sufrir la decepción si perdía; pero, un día, el mismo amigo, Luis Loayza, como un duende que apadrinaba sus sueños, llegó al altillo de Radio Panamericana donde el joven aspirante a escritor hacía boletines de prensa, para darle la buena noticia: “¡Te vas a Francia!”, le dijo, con un entusiasmo de hermano.
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“Iba a poner los pies en la ciudad soñada, en el país mítico donde habían nacido los escritores que más admiraba”, escribió Vargas Llosa en “El pez…”. Y se dijo así mismo: “Voy a conocer a Sartre, voy a darle la mano a Sartre”, y luego se lo repitió a Julia Urquidi, su esposa, y a sus tíos. Ese había sido su sueño, siempre.
Jean Paul Sartre, el viejo y genial intelectual francés, el responsable de su afán con el “compromiso del escritor” en el que creyó hasta fines de los años 60, era su tótem en esos años. Después perdería fuerza en su imaginario político al verlo apañar gestos y políticas del dictador soviético Stalin.
Entonces volvería sus ojos a otro tipo de escritores; entre ellos a Albert Camus, a quien dedicó ensayos y artículos comprensivos y elogiosos.
Vargas Llosa empezaba así una larga relación de idas y venidas, de apegos y desencuentros, pero de más encuentros con la vieja, querida y riquísima cultura francesa. Por ese motivo, puede decirse que el novelista peruano no fue a morir a Francia, como lo hizo desgarradoramente nuestro poeta universal, César Vallejo (“Me moriré en París y no me corro”), él, ese joven imberbe nacido en Arequipa, fue a vivir, a escribir, a pensar y soñar grandes historias en el Barrio Latino parisino.
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Quizás lo que más llamó la atención a ese joven y futuro premio Nobel fue que la gran tradición literaria francesa le daba millones de ejemplos de cómo escribir.
Lo hacía desde Montaigne, Moliere o Pascal hasta Flaubert, Stendhal o Proust, y de una forma intensa y creativa a la vez, donde imperaba por sobre todo la elegancia y precisión de la palabra, de la frase, la belleza del párrafo.
A París, a Francia, Vargas Llosa le debe haber terminado de escribir su novela “La ciudad y los perros” (1963). Así, en esa tierra de los galos, descubrió su “identidad latinoamericana”; escuchó y aprendió todo lo que pudo de literatura, historia, filosofía y política, y admiró al pensador Maurice Merleau-Ponty y al historiador Marcel Bataillon.
A estos escritores los escuchó por supuesto que en el Collège de France, institución fundada en 1530, y donde tantas veces luego él mismo conversaría con otros escritores y jóvenes estudiantes.
Francia ya había dado señales -desde hace varias décadas atrás- de una profunda admiración, respeto y cariño por el trabajo literario e intelectual de Mario Vargas Llosa.
Sin embargo, en el 2016, ocurrió un gesto que el nobel nunca olvidará, sin duda: ese año se convirtió en el primer escritor vivo, no francés, que publicaría en la selecta colección de clásicos “La Pléiade”. Podría ver su nombre impreso en ese parnaso literario como él vio el de sus maestros décadas atrás.
En su discurso de agradecimiento, tras recibir el premio Nobel de Literatura 2010, Vargas Llosa le dijo a todo el mundo que “El Perú soy yo”. No le faltaba razón, como no le faltaría si hoy o mañana dijera “Francia también soy yo”.
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Mario Vargas Llosa ganó este jueves 25, en votación de los académicos, el escaño 18, que pertenecía al filósofo Michel Serres, fallecido en el 2019. Luego que el “protector”, es decir, el presidente de la República, Emmanuel Macron, lo reciba y apruebe su incorporación, el escritor peruano leerá su elogio a Serres, como es tradición hacerlo cada vez que un nuevo académico asume el puesto de otro.
A los miembros de la Academia Francesa se les conoce como “Los Inmortales”. Mario Vargas Llosa, desde hoy, 9 de enero de 2023, es uno de ellos. El sueño de Francia no acaba aún para nuestro premio Nobel de Literatura 2010. Que la “inmortalidad” le sea propicia.
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