Colombia dio ayer el pistoletazo de salida, volvió a ponerse en marcha el sueño olímpico para el fútbol sudamericano, cuya gloria está íntimamente ligada al emblema de los cinco aros de colores. Dos de las diez selecciones llegarán al torneo de Japón, entre julio y agosto. Que será duro porque ya están clasificados Alemania, España y Francia, tres de los más poderosos países europeos en materia de fútbol joven, y desde luego el local, siempre en ascenso.
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El fútbol olímpico ha sido históricamente un dolor de cabeza para la FIFA. El Comité Olímpico Internacional (COI) y los países anfitriones lo exigen porque es el deporte que más dinero deja y permite salvar buena parte de los costos organizativos. La FIFA no desea estar ausente, pero no desea someterse a los dictámenes de una organización que considera menor y reclama compensaciones económicas. Y el COI no las da, se queda con los derechos televisivos y publicitarios, pues dice: “Los Juegos son míos”. A su vez, las asociaciones no alcanzan a cubrir sus gastos de participación y tampoco pueden llevar a sus mejores figuras, los clubes no los prestan ya que no es obligatorio. Un engorro.
Pero hubo, a lo largo de la historia, un trasfondo más espinoso: el fútbol caminó siempre por la cornisa entre amateurismo y profesionalismo. Los únicos Juegos verdaderamente libres a todos los participantes fueron los de 1924 y 1928, cuando se competía con selecciones sin límite de edad y mientras el fútbol no era una actividad rentada. Los dos los ganó Uruguay, cubriéndose de laureles y dándole un golpe de prestigio a Sudamérica, que a partir de ahí empezó a ser el ‘continente fútbol’.
Antes de 1924, el fútbol era un deporte demasiado incipiente y los Juegos estaban circunnoscriptos a selecciones europeas. En 1932 no se disputó el Torneo Olímpico de Fútbol. Volvió en 1936, pero de Sudamérica solo concurrió Perú, cuyo régimen aún no figuraba como rentado. Entre 1952 y 1980 hubo un predominio absoluto del bloque comunista. Hungría, Unión Soviética, Yugoslavia, Checoslovaquia, Polonia y Alemania Democrática llevaban ficticiamente amateurs. Puskas, Kocsis, Czibor, Yashin y todos los grandes cracks de detrás de la Cortina de Hierro eran consagrados en sus países, pero no cobraban sueldo en sus clubes; les daban un alto puesto en el Ejército (Puskas era comandante, aunque nunca pisó un regimiento) o en la esfera del Estado y en los papeles eran jugadores aficionados, podían participar. Sudamérica y Europa debían competir con juveniles sin contrato.
A partir de 1992 se sinceró la competición, con reglas iguales para todos, pero con jugadores Sub 23, más tres mayores sin restricción de edad. Y ahí volvieron a tomar predicamento las selecciones de nuestra región: Argentina fue tres veces seguidas finalista y en dos se coronó campeona, Brasil ganó su primer oro y hasta Paraguay alcanzó una final. Pero tal vez nunca se repita una epopeya como la de Uruguay en 1924.
Al nordeste de París, en lo que los franceses llaman la ‘banlieue’, se encuentra la comuna de Colombes, bella y tranquila zona residencial. En ese barrio de árboles y silencios se encuentra el estadio Yves-du-Manoir, el viejo coliseo donde nació la gloria del fútbol sudamericano. Sobre ese césped centenario descubrió el mundo que, al otro lado del océano, en tierras de indios, había individuos que jugaban mucho a la pelota. Eran los uruguayos rompiendo el cascarón del gran reconocimiento, dando vida a lo que fue llamada la generación olímpica.
En el Mundial 98 nos dijimos que no podíamos llegar a París sin visitar el templo de Colombes. Aquel estadio que en 1924 era para 60.000 personas, hoy puede albergar 7.000. Queda una sola tribuna lateral con el techo de chapas del que fue escenario central de los Juegos Olímpicos de 1924 y de la Copa del Mundo de 1938. Es la casa del Racing Club de París, que milita en Tercera del fútbol francés. El mismo Racing que en 1986, esponsorizado por la empresa de motores Matrá, revolucionó al fútbol mundial contratando a Enzo Francescoli, Rubén Paz, Pierre Littbarski, Maxime Bossis, Luis Fernández y otras estrellas. El resultado fue un fiasco colosal, un simple amontonamiento de nombres. Se dilapidó una fortuna, el equipo descendió. Matrá huyó despavorido y el Racing de París, cuyo nombre fue tomado por el Racing argentino, se hundió en la ciénaga del anonimato.
Remontémonos a 1924. En Europa no se sabía si Uruguay era una fruta o la denominación de una tribu. El nombre por sí solo sonaba tan remoto… La tarde de la inauguración de los Juegos, relatan, izaron la bandera uruguaya al revés, con el sol para abajo. La Celeste arrancó en una Eliminatoria previa frente a Yugoslavia. Cuenta la leyenda que alguien de Yugoslavia fue al entrenamiento uruguayo para ver cómo eran esos individuos tan extraños. Y ahí apareció la picardía criolla. Alertados, los celestes hacían todo torpemente, se chocaban, pateaban a cualquier parte… Los yugoslavos volvieron a la concentración y, más que contentos, quedaron con remordimiento de conciencia: “Pobre gente, venir de tan lejos para ser eliminados en el primer partido”. Sintieron lástima sincera.
Al día siguiente jugaron y Uruguay les ganó 7 a 0 con un baile inolvidable…
Fue tal la conmoción que ya al segundo encuentro asistió una multitud. Y al otro, y al siguiente... Cada presentación fue una fiesta de toques, lujos y goles. El fútbol le debe a Uruguay el primer gran golpe de popularidad, ya que su hazaña trascendió todas las fronteras. Allí nació la fama de que era un deporte donde todo podía suceder. Y esa era la mejor muestra. Uruguay era entonces un país de poco más de un millón de habitantes. Sin embargo, 400.000 abarrotaron el puerto de Montevideo para aclamarlos en el retorno.
Tras vencer a Suiza 3-0 en el último encuentro, el público se puso de pie y ovacionó a los celestes como nunca antes se había visto. Pasó un minuto, dos, tres… la gente no paraba de aplaudir. Para corresponder a tanto homenaje, Nasazzi les dijo a sus compañeros: “Che, vamos a dar una vuelta a la cancha para saludar”. Así nació la vuelta olímpica. La gente arrojaba sombreros y flores a su paso, y los muchachos montevideanos los recogían y volvían a lanzarlos. Está todo filmado, es muy emocionante.
Un detalle lleva la gesta a niveles épicos: Uruguay asistió al torneo disminuido. Su fútbol estaba dividido. Peñarol, enfrentado con Nacional, abandonó la asociación y creó junto con un grupo de equipos chicos la federación. Así, pues, a París fue un plantel de apenas 14 jugadores, cuya base era Nacional, reforzado con algunos elementos de clubcitos como Liverpool, Rampla Juniors, Bella Vista y Lito Football Club. Aquel 9 de junio de 1924, miles de hinchas de Peñarol hacían fuerza para que ganara Suiza. Es que no había ningún futbolista mirasol entre los campeones.
Uruguay campeón olímpico. ¡Increíble! Volvimos de Colombes flotando entre los recuerdos. Y apenados. Ni una foto ni una placa de bronce perpetuaba la hazaña de aquellos héroes que pusieron al fútbol sudamericano en el mapa de la consideración mundial.
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