Quienes no nacimos recitando los cuentos de Borges o tarareando las canciones de Fito y el pasado 18 de diciembre hinchamos para que Argentina sea campeón, sabíamos a qué nos exponíamos con ese deseo. Queríamos que la albiceleste se alzara con la Copa del Mundo porque blindaría la chapa de indiscutible de Lionel Messi, un genio a la altura de Pelé o Maradona, que a pesar de su sapiencia inagotable, confirmada en cientos de campos de juego durante casi 20 años, recibía vilipendios de todo calibre desde la mala leche oportunista o la más excéntrica miopía.
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Desde el momento en que Messi alcanzó el Olimpo de los elegidos, no ha habido un día en que sus compatriotas no nos recuerden lo ocurrido sobre el césped del Luisail qatarí. “Hace una semana gritábamos el gol de Montiel…”, “hace 15 días se nos detuvo el corazón…”, “hace tres semanas casi me mata el Dibu”…, “hace 37 horas, 27 minutos y 56 segundos gritábamos que éramos campeones del mundo…”. Así ha sido y, me temo, así será hasta que dejemos este mundo y la Tierra vuelva a ser una bola de fuego.
Intuyo que aquí hubiéramos hecho lo mismo. ¡Si convertimos en personajes de telenovela a los ‘jotitas’!
Lionel Andrés Messi Cuccitini cumplirá 36 años el día de San Juan. A esa edad, Pelé formalizó su retiro de las canchas –en realidad ya lo había hecho dos años antes, cuando decidió jugar en la estrambótica liga estadounidense– y el Diego lo hizo a pocos días de cumplir los 37, envuelto en un nuevo escándalo de dóping, ofreciendo en la cancha muy poco de lo que alguna vez fue.
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Messi está en una situación distinta. Ha sabido adaptarse a los años y a lo que le permite su forma física. Ya no es el mismo, aunque como diría Harrison Ford en “Cazadores del Arca Perdida”, “no son los años, es el kilometraje”. El rosarino hace tiempo que dejó de ser el delantero explosivo capaz de dejar regados a cuatro o más jugadores en el campo y definir a placer frente a un aterrado golero. Hoy es un jugador más cerebral, que patrulla la cancha buscando detectar las vulnerabilidades del rival, fabrica espacios con pases a la velocidad precisa y hace que los tiros libres tengan la misma letalidad que un penal. Aunque los inexpertos panameños que lo enfrentaron –el equipo titular se quedó en casa preparándose para jugar ante Costa Rica– supieron rodearlo bien, dejó su sello de calidad sin mácula, buscando encontrarse con Julián Álvarez a fin de reconstruir la sociedad que sacó petróleo sobre suelo qatarí. Y dejó su impronta en los dos goles: en el primero, con un tiro libre tras el cual Almada tomó el rebote; y en el segundo clavándola en un ángulo imposible, también de balón parado.
Con la albiceleste sobre el pecho, Messi no es ese jugador inexpresivo que trota las canchas francesas con desánimo, acompañado por ese grupete de millonarios sin corazón que dicen pertenecer a un club llamado PSG. La camiseta argentina lo transforma. Y, como lo confirmó el jueves, lo convierte en imprescindible. Argentina es campeón mundial porque Scaloni entendió que era necesario formar un equipo en el cual Messi fuera su pieza más valiosa. ¿Pero cómo andaría sin Lío? ¿Qué sería de la vida de Julián, de Fernández o del corajudo De Paul? Quizás seguirían siendo un gran equipo, aunque sin el mismo brillo. Y eso, en la élite, puede ser determinante.
Menos mal para Argentina –y para el fútbol–, que Messi aún no quiere retirarse.
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