Es posible matar un deporte. Se podría decir que es hasta relativamente fácil. Basta con colocar cualquier interés subalterno por encima de él. Por ejemplo, el dinero.
El primer gran debate del fútbol, su primer gran riesgo, fue aquel que discutió las ventajas del amateurismo contra la profesionalización. No fue hasta 1885 que la Asociación del Fútbol inglesa aceptó oficializar la participación de jugadores rentados. El olimpismo se puede entender como un movimiento en respuesta a un fenómeno por entonces nuevo; ciertas personas dejaron sus oficios por otro: jugar para vivir. Los resultados han sido dispares. Por un lado, permitió la especialización, con resultados asombrosos para el espectáculo y para la masificación del fútbol; por otro, regaló algunas paradojas: ¿Cuán emocionante es ver a veintidós millonarios correr detrás de una pelota? ¿Se puede apelar al honor y a la gloria cuando estos valores coronan una montaña de dinero?
Una forma de aniquilar un deporte es cuando sus repercusiones negativas superan a las positivas. Piénsese en el caso del box y las apuestas. En el caso del fútbol, además, cuando las muertes que produce son mayores a las alegrías que despierta. Es cierto que el fútbol no crea violencia social, pero la canaliza. Las barras bravas expresan otras podredumbres, pero no se puede desatender la frecuencia con la que este deporte sirve para que las miserias alcancen un desarrollo pleno y relativamente impune. No hay hooligans en el vóley ni en el tenis, y este hecho, sólido como una roca, coloca en un lugar de sospecha a las disciplinas colectivas que aceptan contacto físico.
Un tercer elemento que atenta contra el fútbol tiene que ver con la inversión de las prioridades. Cuando Maradona dijo, en ese breve manifiesto contra sí mismo, que “la pelota no se mancha”, lo que hizo fue sentenciar, con una lógica implacable y una humildad maravillosa, que el fútbol era y siempre sería más importante que él. A veces hace falta recordarlo. El gesto contrario, bien señalado por John Oliver en un video viralizado estos últimos días, lo protagonizó la FIFA en un impulso tan estúpido como revelador: financiar una película sobre sí misma, “United Passions”. Como si no fuera suficiente reto hacer un largometraje sobre el fútbol, Blatter decidió elevar la vara y demandó que los protagonistas no fueran jugadores, sino dirigentes. Cuánto podría decir un psicoanalista de este acto fallido.
Giorgio Chiellini sobre Messi: “Debemos contenerlo como sea posible” #ChampionsLeague ⏩ http://t.co/f8BvXVLonJ pic.twitter.com/BjzkBQAx0Z— DT El Comercio (@DTElComercio) June 1, 2015
Una cuarta amenaza, quizá la más grave, es moral. La deportividad es una ficción maravillosa: crea un estado suspendido de realidad donde rigen reglas distintas y consensuadas, elementos de azar o juego, y concluye con la pedagógica aceptación de un triunfo o una derrota. No es necesario remarcar la utilidad cívica que durante más de un siglo ha tenido este invento. Pero si usurpamos esa licencia y la convertimos en un espacio de lucro y corrupción amparado por un estado de excepción legal supranacional, lo que hemos hecho, en resumida cuenta, es crear una nueva forma de robar.
El deporte que descansa en estas frágiles columnas, que se permite en el camino atrocidades como las miles de muertes que producirá el Mundial de Qatar, está condenado a su degradación. Súmese todas estas variables y el cuadro que aparece es el que han dibujado todos los periódicos del mundo la última semana: la noticia no está en la cancha, sino fuera de ella, y para comunicarla es necesario intervenir la gráfi ca de “El padrino”.
Las repercusiones nos alcanzan a todos. Cuánto mejor habría sido escribir, por ejemplo, sobre el primer gol de Messi al Athletic Bilbao.
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