En los años hiperinflacionarios y de apagones senderistas, el fútbol era un desfogue. Y Maradona representaba la magia. Era el único mortal capaz de hacer realidad los sueños de millones de niños que se iban a la cama aferrados a una pelota.
Maradona partió ayer y, aunque suene a cliché, se llevó un retazo de nuestras vidas. De la mía son sus goles de azul y oro que llegaban por puchitos a nuestra televisión, en la voz de Mauro Viale. Es también mi amor por “El Gráfico” y las plumas de Cherquis Bialo y Juvenal. La persecución de Reyna, la eliminación en Buenos Aires, la mano de Dios y el gol imaginado tantas veces que su zurda hizo verdad ante los ingleses. Es su reinado en Nápoles y su caída estrepitosa enterrado en cocaína. Su resurrección ante Australia. Su espléndido –y misterioso- estado físico en el 94. La efedrina. “Me cortaron las piernas”. Su enésima resurrección en Boca cuando Solano se hizo “Maestrito”. La miseria en que convirtió su vida. “La pelota no se mancha”. Su panzazo en el Monumental tras ganarle a Perú. El fracaso en Sudáfrica. Y el circo que devino en perdición después, hasta convertirse en esa caricatura balbuceante que fungía de técnico de Gimnasia y Esgrima.
Decía Galeano que Maradona era adorado “no solo por sus prodigiosos malabarismos, sino también porque eran un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses”. Era “una síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas: mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable”.
Nunca adoré a Maradona. Tenía un costado despreciable, indigno, que me asqueaba. Fernando Signorini, su preparador físico durante muchos años, dijo alguna vez que con “Diego iría a cualquier lugar del mundo, pero con Maradona ni a tomar un café”. Fue un genio que cargó desde muy chiquillo con la mochila de la fama y se sirvió de ella. Vivió y malvivió del ‘sidieguismo’ más lambiscón, del que nunca se pudo librar.
Adiós, Diego. Nadie será como tú.